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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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<strong>Zorba</strong> no tuvo fuerzas para imponerle silencio. Contempló a la mujer que lloraba y besaba al<br />

Crucificado, mientras inesperada dulzura le iluminaba <strong>el</strong> rostro consumido.<br />

Abrióse la puerta y entró <strong>el</strong> tío Anagnosti quedamente, con <strong>el</strong> gorro en la mano. Se acercó al lecho<br />

de la enferma, se inclinó e hincó las rodillas.<br />

–¡Perdóname, buena mujer, y Dios te perdone a ti! ¡Si en alguna ocasión oíste una palabra dura de<br />

mis labios, fla¬cos hombres somos, perdónam<strong>el</strong>a!¬<br />

Pero la buena mujer se hallaba ahora tendida muy tran¬quila, sumida en inefables d<strong>el</strong>icias, y no<br />

oía la voz d<strong>el</strong> viejo Anagnosti. Todos los tormentos de su alma habíanse borra¬do: vejez mísera,<br />

burlas de la gente, tristes v<strong>el</strong>adas solitarias, cuando sentada a la puerta sin compañía alguna tejía<br />

medias groseras de campesina, cual otra cualquiera honrada mujer sin importancia d<strong>el</strong> pueblo. Y<br />

había sido una parisiense <strong>el</strong>egante, irresistible, incitadora, que había mecido en sus rodi¬llas a las<br />

cuatro grandes potencias y había recibido <strong>el</strong> saludo de cuatro grandes escuadras... Mar azul<br />

oscuro, olas espu¬mosas, fortalezas flotantes que las olas mecen, pab<strong>el</strong>lones que ondean en los<br />

mástiles. Se percibe <strong>el</strong> olor de las per¬dices que se asan y de los salmo<strong>net</strong>es en la parrilla; llegan<br />

las frutas refrescadas en platos de cristal tallado; <strong>el</strong> corcho d<strong>el</strong> champaña salta hasta <strong>el</strong> techo.<br />

Barbas negras, castañas, grises y muy rubias, perfumes diversos, agua de colonia, violeta, almizcle,<br />

ámbar; las puertas d<strong>el</strong> camarote metálico se cierran, las pesadas colgaduras caen, se encienden las<br />

luces. Doña Hortensia cierra los ojos: toda su vida de amor, toda su vida de tormento ¡ay, Señor!<br />

apenas había durado un segundo... Va pasando de rodillas en rodillas, estrecha entre sus brazos<br />

túnicas bordadas de oro, hunde los dedos en espesas barbas perfumadas. Los nombres, no los<br />

recuerda, como no los recuerda su loro. Sólo recuerda <strong>el</strong> de Canavaro, porque era <strong>el</strong> más joven y<br />

porque <strong>el</strong> nombre era <strong>el</strong> único que <strong>el</strong> loro podía decir; los otros eran embrollados, difíciles, y se<br />

perdieron.<br />

Doña Hortensia suspiró profundamente y apretó con un¬ción <strong>el</strong> crucifijo contra <strong>el</strong> pecho.<br />

–Mi Canavaro, mi Canavarito... –murmuraba d<strong>el</strong>i¬rante.<br />

–Ya no sabe lo que dice –murmuró la tía Lenio–. ¬Debe de haber visto a su áng<strong>el</strong> de la guarda y se<br />

asustó... Desatemos las pañoletas y acerquémonos.<br />

–Oye ¿no tienes temor de Dios? –dijo la tía Malama¬tenia–. ¿Querrías dar comienzo a las<br />

lamentaciones cuando aún no ha muerto?<br />

–¡Ea, tía Malamatenia –gruñó sordamente la otra–, en lugar de pensar en los cofres y en las ropas<br />

que contienen, y afuera, en las gallinas y conejos y otros bienes, me dices que antes ha de<br />

entregar <strong>el</strong> alma! ¡Toma lo que pueda quien se atreva!<br />

Y diciendo esto se levantó y la otra la siguió con desgano. Desatáronse las negras pañoletas,<br />

despeináronse las escasas canas, agarrándose de los bordes d<strong>el</strong> lecho. La tía Lenio dio comienzo a<br />

la ceremonia lanzando un grito agudo que estre¬mecía de espanto:<br />

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