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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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con la cuchara, se dijo Dios. ¡Pues bien! A falta de costilla, haré la mujer con los cuernos d<strong>el</strong> diablo.<br />

Y eso hizo, y <strong>el</strong> diablo desde entonces nos domina, Alexis, niño mío. En cualquier parte de la mujer<br />

que toques, allí hallarás los cuernos d<strong>el</strong> diablo. ¡Cuídate, muchacho! Mira que <strong>el</strong>la también robó<br />

las manzanas d<strong>el</strong> Paraíso, se las metió en <strong>el</strong> corpiño y ahora va y viene muy oronda sacando pecho.<br />

¡La peste sea con <strong>el</strong>la! Si comieres de esas manzanas, desdichado, estás perdido; si no comes<br />

¡perdido lo mismo! ¿Qué consejo puedo yo darte? ¡Haz lo que te venga en ganas!» Eso me decía<br />

mi difunto abu<strong>el</strong>o. Pero, ¿cómo había yo de asentar <strong>el</strong> seso? ¡Seguí la misma senda que él siguió:<br />

derechito hacia <strong>el</strong> diablo!<br />

Cruzábamos de prisa la aldea. El claro de luna se mostraba inquieto, inquietante. Imaginad que<br />

después de haberos embriagado salís a tomar aire afuera y os halláis con que <strong>el</strong> mundo<br />

repentinamente ha cambiado. Los caminos se convir¬tieron en ríos de leche, las hondonadas, las<br />

hu<strong>el</strong>las de los carros, rebosan cal, las montañas están cubiertas de nieve totalmente. Tenéis las<br />

manos, <strong>el</strong> rostro, <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo, fosforescentes como <strong>el</strong> abdomen de la luciérnaga. Y cual exótica<br />

meda¬lla, pende la luna de vuestro pecho.<br />

Caminábamos con paso vivo, callados. Achispados por <strong>el</strong> claro de luna tanto como por <strong>el</strong> vino<br />

bebido, nos parecía que no tocaban <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o nuestros pies. Allá, detrás, en la aldea dormida, los<br />

perros subidos a los tejados ladraban quejosa¬mente, puesta la mirada en la luna. Ganas os<br />

daban, sin motivo, de tender <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo como los canes y ladrar como <strong>el</strong>los a la luna...<br />

Pasábamos ahora por frente al huerto de la viuda. <strong>Zorba</strong> se detuvo. El vino, la abundante cena, la<br />

luna, le habían quitado <strong>el</strong> poco juicio que le quedaba. Tendió <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo y con voz gruesa de asno en<br />

c<strong>el</strong>o se dio a rebuznar un dístico indecente, que acababa de improvisar al soplo de la exalta¬ción<br />

que lo dominaba:<br />

¡Como me gusta tu cuerpo, hermoso, vibrante y fuerte,<br />

que acoge viva a la anguila, y al punto la vu<strong>el</strong>ve inerte!<br />

–¡Otro cuerno d<strong>el</strong> diablo, ésta! –dijo–. ¡Larguémonos, patrón!<br />

Era ya cerca d<strong>el</strong> amanecer cuando llegamos a nuestra cabaña. Me tendí en la cama, agotado.<br />

<strong>Zorba</strong> se lavó, encendió la cocinilla, preparó café. Acurrucóse después ante la puerta, dio lumbre a<br />

un cigarrillo y se quedó fumando apaciblemente, muy derecho <strong>el</strong> cuerpo, inmóvil, contemplando<br />

<strong>el</strong> mar. El semblante aparecía grave y concentrado. Se asemejaba a una figura japonesa que me<br />

agradaba mucho: en <strong>el</strong>la, un asceta sentado con las piernas cruzadas, envu<strong>el</strong>to en amplia bata de<br />

color naranja, tiene <strong>el</strong> rostro brillante como madera dura finamente tallada, ennegrecida por las<br />

lluvias; y con <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo tenso, sonriente, sin miedo, pierde ante sí la mirada en la oscuridad de la<br />

noche...<br />

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