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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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Yendo por junto a las paredes salimos d<strong>el</strong> patio y cruza¬mos <strong>el</strong> huerto. A un centenar de metros<br />

d<strong>el</strong> convento estaba <strong>el</strong> cementerio. Entramos en él. Pasamos por encima de las tumbas, Zaharia<br />

abrió la puerta de la capillita y entramos siguiéndolo. En <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o, sobre una estera, yacía un<br />

cuerpo, con hábitos de monje. Ardía un cirio cerca de la cabeza y otro a los pies. Me incliné sobre<br />

<strong>el</strong> cadáver.<br />

–¡El monjecito! –exclamé–. ¡El novicio rubio d<strong>el</strong> pa¬dre Dometios!<br />

Por sobre la puerta d<strong>el</strong> santuario irradiaba <strong>el</strong> arcáng<strong>el</strong> Migu<strong>el</strong>, con las alas desplegadas, desnuda la<br />

espada en la mano, calzado con sandalias rojas.<br />

–¡Arcáng<strong>el</strong> Migu<strong>el</strong> –clamó <strong>el</strong> monje–, lanza fuego y llamas, que ardan todos! ¡Sal d<strong>el</strong> icono,<br />

arcáng<strong>el</strong> Migu<strong>el</strong>, empuña la espada y hiere! ¿No oíste <strong>el</strong> disparo?<br />

–¿Quién lo mató? ¿Quién? ¿Dometios? ¡Habla, barbas de cabrón!<br />

El monje se desprendió de las manos de <strong>Zorba</strong> y cayó boca abajo a las plantas d<strong>el</strong> Arcáng<strong>el</strong>.<br />

Permaneció largo rato inmóvil, alzando la cabeza, desorbitados los ojos, abierta la boca, como en<br />

acecho.<br />

De pronto se levantó jubiloso:<br />

–¡Los quemaré! –exclamó con resu<strong>el</strong>to tono–. ¡El Ar¬cáng<strong>el</strong> se movió, yo lo he visto, me ha hecho<br />

una señal!<br />

Acercóse al icono, pegó los gruesos labios a la espada d<strong>el</strong> Arcáng<strong>el</strong>:<br />

–¡Dios sea loado! –dijo–. Ahora siento gran alivio.<br />

<strong>Zorba</strong> tomó nuevamente al monje d<strong>el</strong> brazo.<br />

–Ven, Zaharia, vamos, tú harás lo que te indique.<br />

Y dirigiéndose a mí:<br />

–Dame <strong>el</strong> dinero, patrón, yo firmaré los pap<strong>el</strong>es. Ahí dentro son todos unos lobos; tú eres un<br />

cordero, te devo¬rarían. Déjame a mí. No te preocupes, que los tengo bien agarrados. No se me<br />

escaparán esos tocinos andantes. A mediodía nos marchamos llevándonos en <strong>el</strong> bolso <strong>el</strong> pinar.<br />

¡Vamos, viejo Zaharia!<br />

Se deslizaron furtivamente hacia <strong>el</strong> monasterio. Yo fui a pasearme a la sombra de los pinos.<br />

El sol estaba ya alto, <strong>el</strong> rocío brillaba en <strong>el</strong> follaje. Un mirlo voló d<strong>el</strong>ante de mí, se posó en las<br />

ramas de un peral silvestre, agitó la cola, abrió <strong>el</strong> pico, me miró y silbó dos o tres veces como con<br />

intención burlona.<br />

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