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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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–¿Por qué?<br />

–La viuda...<br />

La palabra se inmovilizó en <strong>el</strong> aire, de lo alto surgió la figura p<strong>el</strong>igrosa y esb<strong>el</strong>ta de la viuda.<br />

Llegaba yo a los peñascos donde toda la aldea se hallaba reunida. Los hombres permanecían<br />

callados, las mujeres, con los mantos recogidos a la espalda, se arrancaban los cab<strong>el</strong>los, lanzando<br />

agudos gritos. Lívido e hinchado, yacía un cuerpo en <strong>el</strong> guijarral. El viejo Mavrandoni de pie ante<br />

él, inmóvil, lo contemplaba. Con la derecha se apoyaba en <strong>el</strong> bastón, con la izquierda empuñaba la<br />

canosa barba rizada.<br />

–¡Maldita seas, viuda –dijo de pronto una voz aguda–¬ Dios te pedirá cuentas de esto!<br />

Una mujer se alzó de un brinco y dirigiéndose a los hombres:<br />

–¿No habrá, pues, un hombre en la aldea que la degü<strong>el</strong>le sujeta en sus rodillas como a una oveja?<br />

¡Puah! ¡Cáfila de cobardones!<br />

Y escupió hacia donde se hallaban los hombres, que la miraban sin decir palabra.<br />

Kondomanolio, <strong>el</strong> cafetero, replicó:<br />

–¡No nos humilles, D<strong>el</strong>ikaterina, no nos humilles, que «palikarios» hay en nuestra aldea, y ya<br />

verás!<br />

No pude contenerme.<br />

–¡Qué vergüenza, amigos! –les grité–. ¿Por qué que¬réis culpar a esa mujer? Estaba escrito. ¿No<br />

os contiene, entonces, <strong>el</strong> temor de Dios?<br />

Pero nadie contestó.<br />

Manolakas, <strong>el</strong> primo d<strong>el</strong> ahogado, inclinó <strong>el</strong> gigantesco cuerpo, alzó en sus brazos <strong>el</strong> cadáver y<br />

emprendió <strong>el</strong> camino a la aldea.<br />

Las mujeres chillaban, se arañaban, se arrancaban los ca¬b<strong>el</strong>los. Cuando vieron que se les llevaba<br />

<strong>el</strong> cadáver se arroja¬ron para agarrarse de él. Pero <strong>el</strong> viejo Mavrandoni agitando <strong>el</strong> bastón las<br />

apartó y se puso al frente d<strong>el</strong> cortejo, seguido de las mujeres que entonaban fúnebres canciones.<br />

Detrás, callados, venían los hombres.<br />

Desaparecieron en la penumbra crepuscular. Oyóse nueva¬mente <strong>el</strong> apacible respirar d<strong>el</strong> mar.<br />

Miré en torno de mí. Había quedado solo.<br />

«Volveré a la cabaña», me dije. «¡Otra jornada, loado sea Dios, que nos trajo su buena porción de<br />

amargura!»<br />

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