Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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<strong>Zorba</strong> se rascó la cabeza.<br />
–Tengo <strong>el</strong> cráneo duro, no me resulta fácil entender ciertas cosas... ¡Ah, patrón, si pudieras bailar<br />
todo lo que dices, para que yo entienda!<br />
Me mordí los labios, consternado. ¡Si pudiera traducir en danza todas estas meditaciones<br />
desesperadas! Pero no lo podía; mi vida estaba malograda.<br />
–O, por lo menos, si pudieras decírm<strong>el</strong>o como un cuento. Como lo hacía Hussein Agá. Era éste un<br />
viejo turco, nuestro vecino; muy viejo, muy pobre, sin mujer ni hijos, completamente solo. Sus<br />
ropas gastadas eran un sol de limpias, él mismo las lavaba. Cocinaba, daba brillo al piso y al<br />
anochecer se venía a casa. Sentábase en <strong>el</strong> patio a la vera de mi abu<strong>el</strong>a y otras viejas, y tejía<br />
medias.<br />
»–Así pues, como te decía, este Hussein Agá era un santo varón. Un día me puso a horcajadas en<br />
las rodillas y posando la mano en mi cabeza como para bendecirme, me dijo: «Hijo, quiero<br />
confiarte algo. Eres muy pequeño aún para comprenderlo, Alexis, pero lo comprenderás cuando<br />
hayas crecido. Escucha, hijito: tú sabes que ni los siete círculos d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o ni los siete círculos de la<br />
tierra bastan para contener a Dios. Y <strong>el</strong> corazón d<strong>el</strong> hombre lo contiene. ¡Ten mucho cuidado,<br />
Alexis, que mi bendición te acompañe, de herir nunca <strong>el</strong> corazón d<strong>el</strong> hombre!<br />
Escuchaba yo callado a <strong>Zorba</strong>. ¡Si me fuera dado, pensa¬ba, no abrir la boca sino cuando <strong>el</strong><br />
pensamiento abstracto hubiera alcanzado su punto más alto, cuando se presentara en fama de<br />
cuento! Pero eso sólo lo logra un gran poeta, o bien, un pueblo, tras largos siglos de esfuerzos<br />
silenciosos. <strong>Zorba</strong> se levantó.<br />
–Iré a ver qué está haciendo nuestro incendiario y le echaré una manta para que no tome frío.<br />
Llevaré las tije¬ras, que no estarán de más.<br />
Provisto de ambas cosas, salió, riéndose, hacia la orilla d<strong>el</strong> mar. Acababa de asomarse la luna.<br />
Arrojaba sobre la tierra una luz lívida, enfermiza.<br />
Solo, cerca d<strong>el</strong> fuego, iba yo pesando las palabras de Zor¬ba, tan plenas de sentido y que<br />
exhalaban como un cálido olor a tierra. Advertíase que surgían de la raíz de sus entra-ñas y traían<br />
consigo todavía la tibieza de la humana tempe¬ratura. Las palabras mías eran de pap<strong>el</strong>. Bajaban<br />
de la cabeza apenas regadas con una gota de sangre. Y si algún valor tenían era <strong>el</strong> que esa gota de<br />
sangre les daba.<br />
De bruces en <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o, estaba removiendo las cenizas ca¬lientes, cuando entró <strong>Zorba</strong><br />
sorpresivamente, caídos los brazos, aturdido.<br />
–Patrón, no te asustes...<br />
Me levanté de un brinco.<br />
–El monje ha muerto –dijo.<br />
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