Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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avariento saca la bolsa, vu<strong>el</strong>ca sobre las rodillas las monedas de oro saqueadas a los turcos y las<br />
arroja al aire a manos llenas. ¿Comprendes, patrón? ¡Eso es la libertad!<br />
Levantéme, subí al puente para que me azotara <strong>el</strong> áspero soplo marino y medité:<br />
«Eso es la libertad. Tener una pasión, amontonar mone¬das de oro, y repentinamente dominar la<br />
pasión y arrojar <strong>el</strong> tesoro a todos los vientos. Liberarse de una pasión para so-meterse a otra, más<br />
noble. Pero, ¿no es ésta, también, una forma de esclavitud? ¿Brindarse en aras de una idea, de la<br />
raza, de Dios? ¿O es que cuanto más alto se halle <strong>el</strong> amo más se alarga la cuerda de nuestra<br />
esclavitud? Podremos así holgarnos y retozar en unas arenas más amplias y morir sin haber<br />
hallado <strong>el</strong> extremo de la cuerda. ¿Acaso sería eso lo que llamamos libertad?»<br />
Al caer la tarde llegamos a la ribera arenosa. Una arena blanca, muy fina; laur<strong>el</strong>es rosas todavía en<br />
flor, higueras, algarrobos, y, más allá, a diestra, una colinita baja y gris, semejante a un rostro de<br />
mujer acostada. Y por debajo de la barbilla, en <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo corrían las venas pardas d<strong>el</strong> lignito.<br />
Soplaba <strong>el</strong> viento de otoño desgarrando las nubes que pasaban lentas y suavizaban la aspereza de<br />
la tierra con la sombra que proyectaban. Otras nubes subían d<strong>el</strong> horizonte, amenazadoras. El sol<br />
se cubría y descubría a ratos y la faz de la tierra se aclaraba o se oscurecía como un rostro vivo y<br />
turbado.<br />
Me detuve un instante en la playa para mirar en torno. La santa soledad se extendía ante mí,<br />
triste, fascinadora, como <strong>el</strong> desierto. El poema búdico se alzó d<strong>el</strong> su<strong>el</strong>o y se infiltró hasta lo hondo<br />
de mi alma. «¿Cuándo, pues, me retiraré al fin a la soledad, solo, sin compañeros, sin alegrías ni<br />
tris¬tezas, acompañado solamente de la santa certidumbre de que todo no es más que sueño?<br />
¿Cuándo, con mis andrajos –sin deseos–, me retiraré f<strong>el</strong>iz a la montaña? ¿Cuándo, viendo mi<br />
cuerpo reducido sólo a enfermedad y crimen, vejez y muerte –libre, sin temor, lleno de regocijo–,<br />
me retiraré a la s<strong>el</strong>va? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo?»<br />
<strong>Zorba</strong> con <strong>el</strong> santuri bajo <strong>el</strong> brazo se aproximó, vacilante aún en su andar.<br />
–¡Allí está, <strong>el</strong> lignito! –dije por disimular mi emoción. Y tendí <strong>el</strong> brazo hacia la colina con forma de<br />
rostro fe¬menino.<br />
Pero <strong>Zorba</strong> frunció las cejas sin moverse:<br />
–Más tarde, no es ahora <strong>el</strong> momento, patrón –dijo–. Antes tiene que detener su vaivén la tierra.<br />
Se mueve toda¬vía, ¡ojalá <strong>el</strong> diablo se la lleve!, se mueve, la muy zorra, como <strong>el</strong> puente de un<br />
barco. Vayamos pronto al pueblo.<br />
Y así diciendo, se marchó a zancadas resu<strong>el</strong>tas, esforzán¬dose por dejar en salvo <strong>el</strong> buen parecer.<br />
Dos chiquillos descalzos, bronceados como campesinitos egipcios, se nos acercaron para cargar<br />
con las valijas. Un aduanero gordo de ojos azules fumaba un narguile en la ba-rraca que hacía las<br />
veces de aduana. Nos echó una mirada oblicua, la deslizó luego negligentemente hacia las valijas y<br />
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