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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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cuesta abajo. Me convertí en padre de familia. Edifiqué una casa. Tuve hijos. Y mucho engorro.<br />

¡Pero bendito sea <strong>el</strong> santuri!<br />

–¿Tocabas en tu casa para alejar las preocupaciones, no es así?<br />

–¡Ah, viejo! ¡Cómo se nota que no tocas ningún instru¬mento! ¿Qué demonios estás diciendo? En<br />

casa, uno se halla con toda suerte de fastidios: la mujer, los muchachos, lo que se ha de comer, la<br />

necesidad de vestir, <strong>el</strong> infierno... No, no, <strong>el</strong> santuri exige que uno esté bien dispuesto, en estado<br />

de pureza. Si mi mujer me dice una palabra de más ¿cómo quieres que toque <strong>el</strong> santuri? Si los<br />

chicos tienen hambre y lloriquean ¡ponte a tocar! Para tañer <strong>el</strong> santuri, es preciso que la mente no<br />

se ocupe de otra cosa más que d<strong>el</strong> santuri ¿comprendes?<br />

Sí, sí, yo comprendía que este <strong>Zorba</strong> era <strong>el</strong> hombre que había estado buscando tanto tiempo sin<br />

hallarlo. Un corazón viviente, una boca ancha y glotona, una gran alma en bruto todavía unida por<br />

<strong>el</strong> cordón umbilical a la madre Tierra.<br />

El sentido de las palabras arte, amor, b<strong>el</strong>leza, pureza, pasión, me lo estaba aclarando este obrero<br />

con las voces hu¬manas más sencillas.<br />

Miré las manos que sabían manejar <strong>el</strong> pico y <strong>el</strong> santuri, manos callosas y agrietadas, deformadas y<br />

nerviosas. Con la mayor precaución y con ternura, como si desnudaran a una mujer, abrieron <strong>el</strong><br />

envoltorio y extrajeron un viejo santuri, al que los años habían sacado brillo, lleno de cuerdas, de<br />

adornos de cobre y marfil, y con una borla de seda roja. Los gruesos dedos lo acariciaban de largo<br />

a largo, lentamente, apasionadamente, como si lo hicieran a una hembra. Luego lo envolvieron de<br />

nuevo tan cuidadosamente como cuando se cubre un cuerpo querido para que no tome frío.<br />

–¡Éste es mi santuri! –murmuró dejándolo con precau¬ción en la silla.<br />

Ahora los marineros entrechocaban los vasos, riendo a car¬cajadas. El viejo le dio unas amistosas<br />

palmadas en la espalda al capitán Lemoni.<br />

–¡Buen susto pasaste, eh, capitán Lemoni, di la verdad! ¡Sabe Dios cuántos cirios le has prometido<br />

a san Nicolás!<br />

El Capitán frunció las espesas cejas.<br />

–¡Lo juro por <strong>el</strong> mar, muchachos: cuando me vi frente al Arcáng<strong>el</strong> de la Muerte, no pensé yo en la<br />

Santísima Virgen ni en san Nicolás! Volví la mirada hacia Salamina, recordé a mi mujer, y exclamé:<br />

¡Ah, Catalina de mi alma, si pudiera ahora estar en tu cama!<br />

Una vez más, los marineros estallaron en carcajadas y <strong>el</strong> capitán Lemoni rió como <strong>el</strong>los.<br />

–¡Mira, pues, qué misterio es <strong>el</strong> hombre! –dijo–. El Arcáng<strong>el</strong> tiene suspendida su espada sobre la<br />

cabeza d<strong>el</strong> hombre, pero éste tiene <strong>el</strong> espíritu puesto allí, precisamente allí y no en otra parte.<br />

¡Puah! ¡Qué <strong>el</strong> diablo se lo lleve al grandísimo puerco!<br />

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