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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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–¡Iiiiiii!...<br />

<strong>Zorba</strong> de un brinco tomó a las viejas de los cab<strong>el</strong>los y las empujó hacia atrás.<br />

–¡Callad, viejas lechuzas! –exclamó–. ¿No veis que vive aún? ¡El diablo os lleve!<br />

–¡Viejo chocho –gruñó la tía Malamatenia–, qué ten¬drá que meterse en lo ajeno, este forastero!<br />

Doña Hortensia, la vieja sirena tan sacudida de los tem¬porales, oyó <strong>el</strong> estridente grito y su grata<br />

visión se desvane¬ció; la nave almirante naufragó; las carnes asadas, <strong>el</strong> cham¬paña, las<br />

perfumadas barbas, desaparecieron y <strong>el</strong>la volvió a verse de nuevo en su lecho de muerte, que<br />

hedía, allí en un apartado rincón d<strong>el</strong> mundo. Hizo un movimiento como para levantarse, como<br />

para huir; pero cayó sin fuerzas y clamó otra vez, más quedamente, con tono lamentoso:<br />

–¡No quiero morirme! ¡No quiero!...<br />

<strong>Zorba</strong> se inclinó hacia <strong>el</strong>la, tocóle con la callosa manaza la frente que ardía, separó los cab<strong>el</strong>los<br />

pegados al rostro y con los ojos de pájaro llenos de lágrimas, murmuró:<br />

–Calla, calla, querida, aquí estoy yo, <strong>Zorba</strong>, no tengas miedo...<br />

Y de rondón los muertos recuerdos volvieron como enor¬me mariposa de color d<strong>el</strong> mar y<br />

recubrieron la cama por completo. La moribunda tomó la rugosa mano de <strong>Zorba</strong>, estiró<br />

lentamente <strong>el</strong> brazo y lo echó en torno de su cu<strong>el</strong>lo inclinado hacia <strong>el</strong>la. Los labios se movieron:<br />

–Mi Canavaro, mi Canavarito...<br />

El crucifijo cayó de la almohada, rodó por <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o y se quebró. Una voz de hombre llegó desde <strong>el</strong><br />

patio:<br />

–¡Eh, compañero, pon la gallina, que <strong>el</strong> agua hierve!<br />

Yo estaba sentado en un rincón de la pieza; de cuando en cuando se me llenaban de lágrimas los<br />

ojos. Esto es la vida, decía entre mí, abigarrada, incoherente, indiferente, perver¬sa. Despiadada.<br />

Estos primitivos campesinos cretenses ro¬dean a una vieja cantante venida d<strong>el</strong> extremo d<strong>el</strong><br />

mundo y contemplan <strong>el</strong> espectáculo de su muerte con alegría cru<strong>el</strong>, como si no fuera la pobre un<br />

ser humano como <strong>el</strong>los. Como si un pájaro exótico de plumaje de variados colores, con las alas<br />

rotas, hubiera caído en la costa, y <strong>el</strong>los se congregaran para contemplarlo. O tal como si se<br />

estuviera muriendo a vista de todos <strong>el</strong>los un viejo pavo real, una vieja gata de angora, una foca<br />

enferma...<br />

Desprendió suavemente <strong>Zorba</strong> <strong>el</strong> brazo que le sujetaba <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo y se levantó pálido. Con <strong>el</strong> dorso<br />

de la mano se enjugó los ojos. Miró a la enferma, sin distinguir nada. No veía. Enjugóse<br />

nuevamente los ojos y vio entonces que agi¬taba los pies hinchados y que torcía la boca con<br />

espanto. Sacudió <strong>el</strong> cuerpo una vez, dos veces; la sábana se deslizó al su<strong>el</strong>o y se la vio casi<br />

desnuda, bañada en sudor, hinchada, mostrando la pi<strong>el</strong> un color amarillo verdoso. Lanzó un<br />

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