Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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de su corazón, que se oponen a las leyes inhumanas de la natura¬leza, un mundo nuevo, más<br />
puro, más moral, mejor?<br />
<strong>Zorba</strong> me miró, comprendió que no me quedaba cosa que decirle, alzó con cuidado la jaula para<br />
no despertar al loro, la colocó cerca de su cabeza y se tendió a lo largo.<br />
–Buenas noches, patrón. Ya es suficiente.<br />
Soplaba fuerte <strong>el</strong> viento d<strong>el</strong> sur, venido de allá lejos, d<strong>el</strong> África ardorosa. Venía a madurar las<br />
legumbres, los frutos, y los pechos de Creta. Lo sentía en la frente, en los labios, en <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo, y lo<br />
mismo que una fruta <strong>el</strong> corazón crujía y se hinchaba.<br />
No podía, ni quería dormir. No pensaba en nada. Sólo percibía que en la cálida noche, alguna cosa,<br />
alguien, maduraba en mí. Veía claramente <strong>el</strong> prodigioso espectáculo: <strong>el</strong> d<strong>el</strong> cambio que en mí se<br />
producía. Lo que ocurre de ordinario en lo más oculto de las entrañas, veíalo yo ahora<br />
manifiesta¬mente, a la luz, ante mis ojos. Agazapado a la orilla d<strong>el</strong> mar, contemplaba <strong>el</strong> milagro.<br />
Las estr<strong>el</strong>las fueron perdiendo brillo, <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o se aclaró y sobre <strong>el</strong> fondo luminoso, como d<strong>el</strong>icado<br />
dibujo a pluma, apa¬recieron las montañas, los árboles, las gaviotas.<br />
Nacía <strong>el</strong> día.<br />
Varios días pasaron. Las mieses maduraron e inclinaban las espigas grávidas de granos. Bajo los<br />
olivos, las cigarras aserraban <strong>el</strong> aire; insectos luminosos zumbaban, en los rayos de ardiente luz.<br />
Nubes de vapor alzábanse de la superficie d<strong>el</strong> mar.<br />
<strong>Zorba</strong>, callado, salía al alba para la montaña. La instala¬ción d<strong>el</strong> cable aéreo pronto quedaría<br />
terminada. Los pilares puestos en sus sitios, tendido <strong>el</strong> cable, colgadas las poleas, <strong>Zorba</strong> regresaba<br />
al caer la noche, rendido de fatiga. Encendía la lumbre, guisaba, comíamos. Tratábamos de no<br />
despertar a nuestros terribles demonios interiores, amor, muerte, temor. Evitábamos en nuestras<br />
charlas mencionar a la viuda, a doña Hortensia o a Dios. Las más de las veces, en silencio,<br />
contemplábamos a lo lejos <strong>el</strong> mar.<br />
Frente a la inusitada mudez de <strong>Zorba</strong>, las eternas y vanas voces interiores hablaban en mí. De<br />
nuevo acongojábase <strong>el</strong> pecho. ¿Qué es este mundo?, me interrogaba. ¿Cuál es su objeto y hasta<br />
qué punto nuestras vidas efímeras contri¬buyen a alcanzarlo? ¿Es la misión d<strong>el</strong> hombre<br />
transformar la materia en alegría, como afirma <strong>Zorba</strong>; en espíritu, como sostienen otros, lo que<br />
viene a significar lo mismo en distinto plano? ¿Pero por qué? ¿Con qué fin? Y cuando <strong>el</strong> cuerpo<br />
vu<strong>el</strong>ve a ser polvo ¿queda algo de lo que habíamos llamado alma? ¿O nada queda y aqu<strong>el</strong>la<br />
inextinguible sed nuestra de inmortalidad no se origina en que seamos inmortales, sino en que<br />
durante <strong>el</strong> breve instante en que alentamos sólo estu-vimos al servicio de algo ignoto que es<br />
inmortal?<br />
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