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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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gri¬tito agudo, estridente, de ave de corral degollada, y luego se quedó inmóvil, con los ojos muy<br />

abiertos, horrorizados, vidriosos.<br />

El loro saltó al su<strong>el</strong>o de la jaula, se agarró de los alambres y observó curioso cómo <strong>Zorba</strong> alargaba<br />

la pesada mano por sobre su ama, y con indecible ternura le cerraba los ojos.<br />

–¡Pronto, ayudad vosotras! Que ya ha finado –chillaron las plañideras arrojándose hacia <strong>el</strong> lecho.<br />

Lanzaron largo grito meciendo <strong>el</strong> busto de ad<strong>el</strong>ante hacia atrás, cerrando los puños y dándose<br />

golpes con <strong>el</strong>los en <strong>el</strong> pecho. Poco a poco la lúgubre y monótona oscilación las llevaba a leve<br />

estado de hipnosis; antiguas aflicciones las invadían como un veneno, la corteza d<strong>el</strong> corazón se<br />

rasgaba y <strong>el</strong> canto fúnebre surgía clamoroso de sus labios.<br />

«No era tiempo aún de que te ocultaran bajo tierra...»<br />

<strong>Zorba</strong> salió al patio. Sentía ganas de llorar, pero se aver¬gonzaba ante las mujeres. Recuerdo que<br />

un día me dijo: «No me sonroja llorar, no, siempre que sea sólo en presencia de hombres. Entre<br />

hombres existe cierta fraternidad. Y uno no se avergüenza ¿no es cierto? Pero en presencia de<br />

mujeres es necesario conservar la entereza de ánimo. Porque si damos nosotros también rienda<br />

su<strong>el</strong>ta al llanto ¿qué sería de las pobres inf<strong>el</strong>ices? ¡El fin d<strong>el</strong> mundo!»<br />

Laváronle <strong>el</strong> cuerpo con vino; la vieja amortajadora abrió <strong>el</strong> cofre; sacó de él ropa limpia, para<br />

cambiarla; le echó encima un frasquito de agua de colonia. Desde los cercanos huertos acudieron<br />

las moscardas a depositar sus huevos en las fosas nasales, en los párpados y en las comisuras de la<br />

boca.<br />

Caía la tarde. El ci<strong>el</strong>o, hacia occidente, irradiaba infinita calma. Nubecillas rojas, algodonosas,<br />

nimbadas de oro, flo¬taban lentas en <strong>el</strong> violeta oscuro d<strong>el</strong> atardecer, cambiando continuamente<br />

de forma: navíos, cisnes, monstruos fantás¬ticos de algodón y de seda desgarrada. Por entre los<br />

juncos d<strong>el</strong> cerco se veía a lo lejos la bruñida superficie d<strong>el</strong> mar.<br />

Dos cuervos bien nutridos bajaron de una higuera y echa¬ron a andar por <strong>el</strong> patio. <strong>Zorba</strong>, irritado,<br />

cogió una piedra y los espantó.<br />

En <strong>el</strong> otro extremo d<strong>el</strong> patio los merodeadores de la aldea tenían aprontada una comilona copiosa.<br />

De la cocina sacaron la mesa grande, rebuscaron por todas partes y hallaron pan, platos, cubiertos,<br />

una damajuana de vino; hirvieron varias gallinas, y ahora, contentos y hambrientos, comían y<br />

bebían entrechocando los vasos.<br />

–¡Que Dios haya su alma! ¡Y que se borren de la cuenta todas las acciones que puedan<br />

condenarla!<br />

–¡Y que todos sus amantes, muchachos, convertidos en áng<strong>el</strong>es se lleven su alma!<br />

–¡Anda! –dijo Manolakas–. ¡Ahí está <strong>el</strong> viejo <strong>Zorba</strong> arrojándoles piedras a los cuervos! Se ha<br />

quedado viudo, invitémoslo a beber una copa en memoria de su pollita. ¡Eh, viejo <strong>Zorba</strong>, eh,<br />

paisano!<br />

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