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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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Un día me levanté y me lavé. Dijérase que la tierra tam¬bién acababa de levantarse y lavarse:<br />

resplandecía, nuevecita. Tomé <strong>el</strong> camino de la aldea. A la izquierda, <strong>el</strong> mar añil estaba inmóvil. A la<br />

derecha, a la distancia, como ejércitos armados de lanzas de oro, los trigales maduros. Pasé cerca<br />

de la higuera de la Señorita, que lucía verdes hojas y frutos pequeñitos; pasé a lo largo d<strong>el</strong> huerto<br />

de la viuda, a prisa y sin volver la cabeza, y entré en la aldea. La casita de doña Hortensia,<br />

abandonada, sin puertas ni ventanas, era refugio de perros que entraban y salían vagando por las<br />

habitaciones desiertas. En la que fuera cámara mortuoria no quedaba cama, ni cofre, ni sillas. Sólo<br />

en un rincón una chin<strong>el</strong>a an¬drajosa, con una borla roja, conservaba fi<strong>el</strong> la forma d<strong>el</strong> pie de su<br />

dueña. Esa mísera chin<strong>el</strong>a, más compasiva que <strong>el</strong> alma humana, no había olvidado al pie querido y<br />

tan penosamente ajetreado.<br />

Tardé en regresar. <strong>Zorba</strong> tenía ya encendida la lumbre y se disponía a guisar la comida. En cuanto<br />

alzó la cabeza comprendió de dónde venía yo. Frunció las cejas. Después de tantos días de callar,<br />

quitó los cerrojos de su corazón y habló:<br />

–Las penas, patrón –me dijo como justificándose¬– me parten <strong>el</strong> corazón. Pero este veterano,<br />

cubierto de cica¬trices, cierra al instante la herida y ya no se la ve. Estoy acribillado de heridas<br />

cicatrizadas, patrón, y por eso resisto.<br />

–¡Pronto echaste al olvido, <strong>Zorba</strong>, a la pobre Bubulina! –le dije con tono que, pese a mí, sonó<br />

violento.<br />

Disgustóse con <strong>el</strong>lo <strong>Zorba</strong> y alzó la voz:<br />

–¡Nueva ruta, proyectos nuevos! He dejado de acordar¬me de lo que ayer ocurrió y de<br />

preguntarme qué ocurrirá mañana. Lo que ocurre hoy, en <strong>el</strong> minuto presente, es lo que me<br />

interesa. Yo digo: ¿Qué haces <strong>Zorba</strong> en este momento? Duermo. ¡Pues, entonces, duérmete bien!<br />

¿Qué haces en este momento, <strong>Zorba</strong>? Trabajo. ¡Pues entonces, trabaja bien! ¿Y ahora qué haces,<br />

<strong>Zorba</strong>? Estoy besando a una mujer. ¡Pues entonces, bésala bien, <strong>Zorba</strong>, olvídate de todo, que en <strong>el</strong><br />

mundo sólo existís <strong>el</strong>la y tú, hala!<br />

Y un rato después:<br />

–Mientras vivió la Bubulina, como tú la llamabas, nin¬gún Canavaro le procuró <strong>el</strong> placer que yo le<br />

di, yo <strong>el</strong> andra¬joso, <strong>el</strong> viejo <strong>Zorba</strong>. ¿Sabes por qué? Porque todos los Canavaro d<strong>el</strong> mundo, en <strong>el</strong><br />

preciso momento en que la be¬saban estaban pensando en sus navíos, en Creta, en su rey<br />

respectivo, en sus galones, en sus esposas. Pero yo me ol¬vidaba de todo, de todo, y <strong>el</strong>la, la zorra,<br />

bien que lo com¬prendía; y has de saber esto, sapientísimo: para la mujer no existe placer más<br />

intenso; la mujer verdadera, anótalo para tu gobierno, goza más con <strong>el</strong> placer que da que con <strong>el</strong><br />

que recibe.<br />

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