Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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–Habla, hijo, y que tu idea sea bendita. ¿Cuál es tu teoría?<br />
–¡Que dos y dos son cuatro! –dijo gravemente.<br />
El Obispo lo contempló estupefacto.<br />
–¡Y aquí va la quinta, buen anciano: que dos y dos nunca son cuatro! ¡Anda, viejo mío, ánimo,<br />
escoge la que más te agrade!<br />
–No comprendo –balbuceó <strong>el</strong> Obispo interrogándome con la mirada.<br />
–¡Pues yo tampoco! –dijo <strong>Zorba</strong> estallando en una carcajada.<br />
Me dirigí al desconcertado anciano, cambiando <strong>el</strong> tema de la conversación:<br />
–¿A qué estudios se consagra usted en <strong>el</strong> monasterio? –le pregunté.<br />
–Copio los antiguos manuscritos que aquí se conservan, hijo, y en estos días estoy recogiendo los<br />
santos epítetos con que nuestra Iglesia ha coronado a la Virgen, desde los tiempos más remotos.<br />
Suspiró.<br />
–Soy viejo, no dan mis fuerzas para otra cosa. Me alivio enumerando los adornos de la Virgen y<br />
olvido así las miserias d<strong>el</strong> mundo.<br />
Acodóse en la almohada, entornó los párpados y comenzó a recitar como d<strong>el</strong>irando:<br />
–«Rosa Inmaculada, Tierra Fecunda, Vid, Fontana, Fuente de la que manan milagros, Escala d<strong>el</strong><br />
Ci<strong>el</strong>o, Fragata para náufragos, Llave d<strong>el</strong> Paraíso, Alba, Eterna V<strong>el</strong>adora. Colum-na Ardiente, Santa<br />
Amazona, Torre Inconmovible, Fortaleza Inexpugnable, Consu<strong>el</strong>o, Júbilo, Luz de ciegos, Madre de<br />
los huérfanos, Sacra Mesa, Pan d<strong>el</strong> alma, Paz, Serenidad, Mi<strong>el</strong> y Leche...»<br />
–Desvaría, <strong>el</strong> pobre... –dijo <strong>Zorba</strong> a media voz–. Lo cubriré con la manta para que no tome frío.<br />
Así lo hizo y le enderezó también la almohada.<br />
–Hay setenta y siete clases de locuras, según he oído decir. Ésta es la septuagésima octava.<br />
Amanecía. Oyóse <strong>el</strong> son de la simandra. Me asomé a la ventana. A las primeras luces d<strong>el</strong> alba, vi a<br />
un monje d<strong>el</strong>gado, cubierta la cabeza por largo v<strong>el</strong>o negro, que recorría lenta¬mente <strong>el</strong> contorno<br />
d<strong>el</strong> patio golpeando con un martillito en una tabla, maravillosamente sonora. Llena de dulzura, de<br />
armonía y cual un llamado, la voz de la simandra se expandía en <strong>el</strong> aire mañanero. Había callado <strong>el</strong><br />
ruiseñor, y en la arbo¬leda comenzaban a piar los pajarillos.<br />
Escuchaba yo, seducido, la suave y sugestiva m<strong>el</strong>odía de la simandra. «¡De qué intensa manera»,<br />
pensé, «un ritmo de vida <strong>el</strong>evada, aun en plena decadencia, conserva íntegra su forma externa,<br />
imponente y noble! El alma que le daba vida huyó, pero ha dejado intacta la morada que, durante<br />
muchos siglos, semejante a un caracol, fue labrando, amplia, comple¬ja, para acomodarse en <strong>el</strong>la<br />
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