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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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–¿Acaso sabría? Me parece, así, que entiendo cierta cosa. Pero si intento expresarla lo echo todo a<br />

perder. Un día en que me halle bien dispuesto te la bailaré.<br />

Comenzó a llover con mayor fuerza. Llegamos a la aldea. Algunas muchachas traían las ovejas de<br />

los lugares de pasto¬reo; los labradores habían desuncido a los bueyes, apartán-dose de los<br />

campos a medio arar; las mujeres corrían tras de sus hijos por las callejas. Un alegre pánico<br />

reinaba en la aldea a consecuencia d<strong>el</strong> chubasco. Las mujeres chillaban agu-damente al tiempo<br />

que reían; de las barbas hirsutas, de los bigotes levantados de los hombres caían gruesas gotas de<br />

lluvia. Un áspero aroma subía de la tierra, de las piedras, de la hierba.<br />

Nos metimos, calados hasta los huesos, en <strong>el</strong> café-carni¬cería El Pudor. Había allí gran cantidad de<br />

gente: unos ju¬gaban a las cartas, otros discutían a gritos como si se interp<strong>el</strong>aran de una montaña<br />

a otra montaña. En torno de una mesilla, en <strong>el</strong> fondo d<strong>el</strong> local, se hallaban entronizadas las<br />

notabilidades de la aldea: <strong>el</strong> tío Anagnosti, con su blanca camisa de anchas mangas; Mavrandoni,<br />

silencioso, severo, fumando <strong>el</strong> narguile, puestas las miradas en <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o; <strong>el</strong> maestro de escu<strong>el</strong>a,<br />

hombre de edad mediana, seco, imponente, apoyado en grueso bastón y escuchando con sonrisa<br />

condescendiente lo que contaba un coloso cab<strong>el</strong>ludo recién venido de Candía y que estaba<br />

describiendo las maravillas de la gran ciudad. El cafetero, de pie junto al mostrador, escuchaba y<br />

reía, mientras no quitaba ojo de las calderas para <strong>el</strong> café, alineadas en la cocinilla.<br />

En cuanto nos vio, <strong>el</strong> tío Anagnosti se alzó de su asiento:<br />

–Tengan la bondad de aproximarse, paisanos –dijo–. Aquí, Sfakianonikoli nos cuenta todo lo que<br />

vio y oyó en Candía. Es curioso; tengan la bondad.<br />

Volviéndose hacia <strong>el</strong> cafetero, exclamó:<br />

–¡Otros dos rakis, Manolaki!<br />

Nos sentamos. El pastor rústico, al ver a unos forasteros, se encogió y dejó de hablar.<br />

–Así, pues, también estuviste en <strong>el</strong> teatro, capetan <strong>Nik</strong>oli –dijo <strong>el</strong> maestro con <strong>el</strong> propósito de<br />

devolverle <strong>el</strong> uso de la palabra–. ¿Qué te pareció eso?<br />

Sfakianonikoli ad<strong>el</strong>antó una mano gruesa, tomó un vaso de vino, lo bebió de un trago, y tomando<br />

ánimo exclamó:<br />

–¡Cómo que si he ido! Por cierto que he ido. Oía siempre por todos lados: Kotopuli por aquí,<br />

Kotopuli por allá... Entonces una noche hice la señal de la cruz y dije, digo: yo voy a ver qué es eso,<br />

yo también voy a ver. ¿Qué demontres puede ser si lo llaman Kotopuli?<br />

–¿Y qué viste, amigo? –preguntó <strong>el</strong> tío Anagnosti–. ¡Di lo que viste, por amor de Dios!<br />

–¡Nada vi, por mi alma, absolutamente nada! Tú oyes decir teatro y te dices que te vas a divertir<br />

mucho. ¡Lástima de dinero que pagué! Era un café, redondo como un corral,¬ lleno de sillas, lleno<br />

de cand<strong>el</strong>as, lleno de gente. Ya ni sabía dónde estaba, se me turbaba la vista. «¡Demonios», me<br />

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