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Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net

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Nuestra buena amiga había puesto al horno un lechon¬cillo y nos esperaba, de pie en <strong>el</strong> umbral.<br />

Nuevamente llevaba al cu<strong>el</strong>lo la cinta amarilla canario, y al verla de aqu<strong>el</strong> modo enharinada<br />

densamente con polvos, embadurnados los labios con espesa capa carmesí, quedaba uno<br />

pasmado. ¿Era en verdad un mascarón de proa? En cuanto nos vio, toda su carne entró en<br />

movimiento, regocijada, los ojos despidieron picaresco fulgor y se clavaron en los bigotes peinados<br />

de <strong>Zorba</strong>.<br />

Apenas quedó cerrada la puerta, <strong>Zorba</strong> la cogió de la cintura.<br />

–¡F<strong>el</strong>iz año, mi Bubulina! –exclamó–. ¡Mira qué te traigo! –y posó un beso en la nuca gordita y<br />

arrugada.<br />

La vieja sirena se estremeció de gozo, aunque sin perder <strong>el</strong> compás. La mirada no se le apartaba<br />

d<strong>el</strong> regalo. Lo tomó, desató <strong>el</strong> hilo de oro, miró y lanzó un gritito.<br />

Me incliné para ver de qué se trataba: en un cartón grue¬so, <strong>el</strong> bandido de <strong>Zorba</strong> había pintado<br />

con cuatro colores, rubio, castaño, gris y negro, cuatro grandes acorazados en un mar de añil.<br />

D<strong>el</strong>ante de los acorazados, flotando sobre las olas, muy blanca, muy desnuda, desatados los<br />

cab<strong>el</strong>los, er¬guido <strong>el</strong> pecho, con cola de pez espiralada y una cintita ama¬rilla en <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo, nadaba<br />

una sirena, doña Hortensia. Suje¬taba cuatro d<strong>el</strong>gados cord<strong>el</strong>es por medio de los cuales arrastraba<br />

a los cuatro acorazados que enarbolaban los co¬lores ingleses, rusos, franceses e italianos. En cada<br />

ángulo d<strong>el</strong> cuadro colgaba una barba, la una rubia, la otra castaña, la tercera gris y la cuarta negra.<br />

La vieja cantante comprendió la alegoría sin dificultad.<br />

–¡Yo! –dijo señalando orgullosa a la sirena.<br />

Y suspiró.<br />

–¡Ah! –agregó luego–. Yo también he sido en un tiem¬po una Gran Potencia.<br />

Descolgó un espejito redondo que estaba a la cabecera de la cama, cerca de la jaula d<strong>el</strong> loro, y<br />

puso en su lugar la obra de <strong>Zorba</strong>. Bajo <strong>el</strong> espeso afeite que la cubría, sin duda, empalideció.<br />

Mientras tanto, <strong>Zorba</strong> se había deslizado en la cocina. Sen¬tía apetito. Volvió con la fuente d<strong>el</strong><br />

lechón, puso ante sí una bot<strong>el</strong>la de vino y llenó los tres vasos.<br />

–¡Ea, a la mesa! –exclamó dando unas palmadas–. Comencemos por lo básico, <strong>el</strong> estómago.<br />

¡Luego, hermosa, nos ocuparemos de lo que se halla más arriba!<br />

Pero <strong>el</strong> aire se agitaba con los suspiros de nuestra vieja sirena. Igualmente <strong>el</strong>la tenía, cada<br />

iniciación de año, su juicio final en pequeño, igualmente <strong>el</strong>la debía de pesar su vida y hallarla fuera<br />

de ruta. En la desplumada cabeza, sin duda, resucitaban en los días solemnes las grandes ciudades,<br />

los hombres, los vestidos de seda, las bot<strong>el</strong>las de champaña, sepultados en las tumbas de su<br />

corazón.<br />

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