Zorba el griego. Nik.. - Mxgo.net
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<strong>Zorba</strong>, ya levantado, se vestía a toda prisa, sin decir pa¬labra.<br />
–Espérame, voy contigo.<br />
–Tengo prisa, mucha prisa –dijo–, y salió.<br />
Poco después emprendía yo también <strong>el</strong> camino de la aldea. El huerto de la viuda, abandonado,<br />
embalsamaba <strong>el</strong> aire. De¬lante de él, Mimito estaba acurrucado, erizado como can que sufrió un<br />
castigo; se había puesto más flaco aún, los ojos se le hundían en las órbitas y ardían afiebrados. Al<br />
verme, recogió una piedra con propósito hostil.<br />
–¿Qué haces aquí, Mimito? –le pregunté mientras echa¬ba una mirada triste al huerto: sentía en<br />
<strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo la tibieza de dos brazos fuertes y acariciantes; olía un perfume de flores de limonero y de<br />
aceite de laur<strong>el</strong>... no hablábamos; sólo veía a la luz d<strong>el</strong> crepúsculo los ojos ardientes, muy negros;<br />
la dentadura, frotada con hojas de nogal, r<strong>el</strong>ucía, blanquísima...<br />
–¿Por qué lo preguntas? –gruñó Mimito–. Anda, métete en lo tuyo.<br />
–¿Quieres un cigarrillo?<br />
–Ya no fumo. Todos son unos puercos. ¡Todos, todos, todos!<br />
Calló, jadeante, como si buscara una palabra sin hallarla.<br />
–Puercos... miserables... falsos... asesinos...<br />
Ahora, sí, tenía la palabra que buscaba; con alivio dio unas palmadas.<br />
–¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos! –gritó con voz agu¬da, y se echó a reír.<br />
Se me encogió <strong>el</strong> corazón.<br />
–Tienes razón, Mimito, tienes razón –murmuré aleján¬dome con paso rápido.<br />
A la entrada de la aldea vi al viejo Anagnosti, inclinado sobre <strong>el</strong> bastón, que miraba con curiosidad,<br />
sonriendo, <strong>el</strong> vu<strong>el</strong>o de dos mariposas amarillas que se perseguían en las frescas hierbas<br />
primaverales. En la vejez, libre ya de todo cuidado acerca d<strong>el</strong> campo, de su mujer, de sus hijos,<br />
quedá¬bale algún momento para pasear por <strong>el</strong> mundo una mirada desinteresada. Advirtió mi<br />
sombra en <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o y levantó la cabeza.<br />
–¿Qué buen viento te trae tan temprano? –me pre¬guntó.<br />
Sin duda, vio reflejada en mi semblante la inquietud de mi ánimo, pues sin esperar respuesta<br />
continuó:<br />
–Ve pronto, hijo. Quién sabe si la hallarás con vida... ¡Pobrecilla!<br />
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