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capítulo iv. siglo xix<br />

del paseo que gira del Colegio de San Fernando a unirse al de Bucareli” y que, según<br />

su opinión, se debía obligar a los dueños a limpiarlos para ir eliminando los pantanos<br />

en la ciudad. Sugería que, a fin de no alegar ignorancia y tolerar abusos, se pondría en<br />

cada tiradero un “pilastrón de adobe de cosa de media vara en cuadro y tres de alto,<br />

con un rótulo que diga tiradero”. Se aconsejó que tampoco convenía establecer nuevos<br />

tiraderos en el barrio de San Pablo ni en San Antonio Abad.<br />

El desarrollo de la conciencia ciudadana, pese al empeño de las autoridades, no<br />

se logró, debido en gran parte a la desobediencia de gente de nula preparación y<br />

de individuos resentidos socialmente con el virreinato. El asunto de despertar en<br />

los habitantes una responsabilidad urbana respaldada por las autoridades, se trató<br />

en Cabildo hacia junio de 1820 y se integraron diversas comisiones basadas en documentos<br />

de 1813 y 1814, y se nombró a los responsables del aseo de las calles, así<br />

como de la comisión de desagües, ríos y acequias, aguas potables, fuentes y cañerías.<br />

Las torrenciales precipitaciones de<br />

1819, las últimas del virreinato<br />

A consecuencia de las excesivas lluvias de 1819 se desbordaron los ríos, arroyos y<br />

torrentes de las montañas que circundaban el valle de México, razón por la que el<br />

intendente de provincia y el regidor encargado de las calzadas y puentes le comunicaron<br />

al virrey De Apodaca sus temores de que hacia el norte y el poniente se presentara<br />

una inundación en extremo severa.<br />

El virrey escuchó dichas incertidumbres y, en persona, junto con prácticos y arquitectos,<br />

así como personal del Ayuntamiento, realizó una vista de ojos, y encontró<br />

inundada un área de aproximadamente diez leguas y una latitud de cuatro a cinco leguas;<br />

más de dos varas de agua, y en algunas tres en los llanos de norte a poniente de<br />

México. Esto obligó a los habitantes de esos lugares a refugiarse en las prominencias<br />

de las salitreras y en las iglesias. Por otra parte, a su regreso a la capital, halló detenidas<br />

las aguas entre las dos calzadas que iban de Peralvillo a la Villa de Guadalupe;<br />

y esta última, completamente inundada en su parte baja. Ya en el Palacio Virreinal,<br />

ante la urgencia del asunto, dictó varias órdenes para auxiliar a las víctimas, además<br />

de practicar seis u ocho cortaduras o heridos “en la calzada derecha de Guadalupe y<br />

en la izquierda tres”, con lo cual se tendrían diez, y se construyó sobre ellas puentes<br />

provisionales de madera para el paso de peatones y caballos; dejar que por las cortaduras<br />

corriera el agua a los prados y potreros de Aragón y Balbuena para que por las<br />

acequias transitara el agua a Texcoco; abrir otros conductos semejantes donde fuera<br />

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