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BENJAMÍN ARDITIcuando el Consenso de Washington se había convertido en la hoja de ruta informalpara las reformas económicas —y expresiones como desregulación, liberalización yprivatización de los mercados pasaban a ser las palabras de orden de los años 1980 y1990— el grueso de la izquierda parlamentaria había aceptado la necesitad de ajustarlas políticas sociales a las exigencias de la estabilidad monetaria y la disciplinafiscal. La confianza en el Estado como guardián de la soberanía a través de su administraciónde recursos naturales, industrias y servicios fue socavada en la carrerapor cortejar a la inversión extranjera directa y expandir el comercio internacional.El término neoliberalismo funcionó como expresión taquigráfica del corpus de ideasdetrás de estos cambios. Quizá la única excepción significativa en este imaginariode mercados y elecciones fue el surgimiento del Ejército Zapatista de LiberaciónNacional (ezln) en Chiapas, México, en 1994, el mismo día que el Tratado de LibreComercio de América del Norte o tlcan entró en vigor. Los zapatistas promovieroncuatro temas que ahora son parte de la agenda política de la izquierda: la dignidady empoderamiento de los indígenas, la crítica de las políticas neoliberales, la discusiónde alternativas a la democracia electoral y el llamado volver a enarbolar lasbanderas del internacionalismo y la solidaridad a escala planetaria.Pero las cosas tampoco salieron como las esperaban los propulsores de políticasneoliberales. Ya para mediados de la década de 1990 las certezas de la hoja deruta trazada por el Consenso de Washington estaban siendo reevaluadas a la luz delas promesas incumplidas en materia de empoderamiento y bienestar económico.Las agencias multilaterales que sistemáticamente desdeñaron o minimizaron lasseñales de que las cosas podrían estar yendo por mal camino comenzaron a aliviarla presión que ejercían sobre los gobiernos para que redujeran el endeudamientopúblico a cualquier costo. Los gobiernos de la región se enfrentaron con unamezcla desestabilizadora de crecimiento modesto con fuerte desigualdad y depolítica electoral con protestas sociales recurrentes. Como resultado, las agenciasmultilaterales y los gobiernos volvían a introducir la dimensión social en la matrizeconómica para evitar explosiones de descontento.En países como Ecuador, Guatemala, México y Perú las remesas enviadaspor los migrantes que encontraron la forma de llegar a Estados Unidos o Europapara trabajar han sido clave para mantener a flote a sus economías. Pero en prácticamentetodos los países —incluyendo Chile, el ejemplo arquetípico de un crecimientoeconómico exitoso impulsado por el mercado— los excluidos han estadoexpresando su descontento e indignación en las urnas y en las calles. Como muestrapodemos mencionar a los piqueteros y las víctimas de clase media del corralito enArgentina, los cocaleros en Bolivia, los sem terra en Brasil, estudiantes y mapuchesen Chile y campesinos pauperizados en Paraguay. La caída del presidente deArgentina Fernando de la Rúa en diciembre de 2001 es el momento icónico de estareacción violenta en contra de políticas y políticos asociados con el sufrimiento delpueblo. Es una reacción que se condensa en la consigna: “Que se vayan todos, que43

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