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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA LENGUA

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222 fELIpE GARRIDO<br />

—Tu padre ha muerto —le dijo.<br />

Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio<br />

vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos<br />

llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo.<br />

Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Solo un<br />

cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz<br />

parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera<br />

llegando el principio de la noche.<br />

Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados.<br />

Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada<br />

del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de<br />

sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella<br />

estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave<br />

pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.<br />

—Han matado a tu padre.<br />

—¿Y a ti quién te mató, madre?<br />

En esta última línea, ¿quién habla? ¿Es Pedro Páramo? ¿Es Juan Preciado?<br />

Lo releo convencido de que son los dos, en dos distintos momentos<br />

—para eso y más alcanza el arte de Juan Rulfo—.<br />

Y en este camino abierto a la ambigüedad, ¿qué decir de lo que sigue?<br />

Al llegar a la mitad de la novela, nos enteramos: lo que hemos leído es lo<br />

que Juan Preciado le ha contado a alguien que está enterrado con él:<br />

—Tienes razón, Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?<br />

—Da lo mismo. Aunque mi nombre es Dorotea. Pero da lo mismo.<br />

—Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.<br />

[…]<br />

—Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?<br />

—Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según<br />

parece fue mi padre. Me trajo la ilusión.<br />

—¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué<br />

con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino<br />

una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta<br />

me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido<br />

para guardarlo me dio Dios...

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