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MEMORIAS DE LA ACADEMIA MEXICANA DE LA LENGUA

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298 Gonzalo celorio<br />

La gracia y el regocijo que campean por ese poema me hacen pensar<br />

que pudo burlar a la muerte, como Rulfo, que tanto vivió con ella, y que<br />

independientemente del lugar que ocupan sus cuerpos, Eliseo Diego y<br />

Juan Rulfo “se cuentan sus cosas, sus penas, sus alegrías, todo”.<br />

Como lector de poesía pero sobre todo en su aromática y sabrosa tarea<br />

de traductor de la lengua inglesa —porque para él traducir un poema<br />

era cosa de sabores y de aromas—, Eliseo Diego supo conversar con los<br />

difuntos:<br />

No solo son nuestros amigos aquellos a quienes vemos casi a diario, o en un<br />

de cuando en cuando que es el siempre de toda una vida. Si la amistad, más<br />

que presencia es compañía, también lo serán aquellos otros con quienes jamás<br />

pudimos conversar porque nos separan abismos de tiempo inexorable.<br />

Así, con ese nombre quevediano, Conversación con los difuntos, tituló<br />

la antología de sus traducciones, que aparecen precedidas, en cada caso,<br />

de una nota cálida a propósito del autor y de las dificultades de su arte,<br />

siempre vacilante entre la fidelidad al original y la belleza que debe alcanzar<br />

en la lengua a la que se vierte. Alguien dijo, no sin maliciosa<br />

misoginia, que la traducción de la poesía era como las mujeres: entre más<br />

bellas, más infieles.<br />

Precisamente acababa de ser publicado ese libro en México por El<br />

Equilibrista, editorial así llamada en homenaje a uno de sus poemas,<br />

cuando Hernán Lara Zavala y yo lo visitamos en La Habana una tarde<br />

apacible de febrero de 1992. Vivía entonces en el Vedado, en los bajos de<br />

un edificio de la antigua avenida de Los Presidentes, con Bella, su mujer,<br />

su hija Fefé —hermana gemela de Lichi— y quizá con alguien más, pues<br />

en el vestíbulo se fueron sobreponiendo, con sonoridad muchacha, varias<br />

bicicletas a lo largo de la tarde. Habíamos comprado dos botellas de<br />

whisky, una para él y otra para que la compartiera con nosotros durante<br />

nuestra visita, que se prolongó hasta el anochecer. La casa de los Diego,<br />

como lo cuenta Lichi, siempre estuvo abierta a todo mundo, quizá en<br />

herencia de la costumbre de la casa paterna de Bella García Marruz, la

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