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TOMO 2 Cuentos CPD p1-362.internet.indd - Banco de Reservas

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SÓCRATES NOLASCO | EL CUENTO EN SANTO DOMINGO – <strong>TOMO</strong> I<br />

La mujer se incorporó, sumisamente.<br />

—Soy yo. Nena…<br />

La palabra le azotó el rostro. Sintió el odio brotarle <strong>de</strong> la entraña.<br />

—¿Qué quieres?<br />

—Que no vayas a Pedro Corto. Vine a avisarte. Yo soñé anoche…<br />

—Ja… ja… ja… ja… ¡Lárgate <strong>de</strong> ahí! ¡No me vengas con boberías!<br />

—No vayas, Lico. No vayas. Te tienen una en Pedro Corto. No vayas.<br />

Y se aferró a las riendas, suplicante. El hombre, violentamente, encabritó la montura.<br />

Nena rodó por el suelo, magullada. Cecilia sonreía.<br />

—Yo no quiero saber <strong>de</strong> ti. Quítate <strong>de</strong> mi camino. Creyendo en tonterías…<br />

—Lico… Lico…<br />

El caballo pisoteó a la hembra. El bandolero <strong>de</strong>jó en el aire su carcaja escalofriante. Y<br />

arrancándose la bolsita <strong>de</strong> cuero que llevaba pendiente <strong>de</strong>l cuello, se la arrojó al rostro.<br />

Cecilia tuvo una expresión <strong>de</strong> triunfo, y sus ojos gozaron con el acontecimiento. Inmediatamente<br />

el hombre y su concubina, haciendo sangrar los ijares, se perdieron en el monte.<br />

Una nube <strong>de</strong> polvo cubrió sus siluetas. La voz <strong>de</strong> Cecilia, con su canto monótono, llenaba<br />

la madrugada caliente.<br />

<br />

El encuentro fue trágico. Basilio Peña y su gente tocaron a <strong>de</strong>güello. Los cadáveres se<br />

amontonaron. Parecía un naufragio la sabana <strong>de</strong> Pedro Corto. Los perros alzados y los cerdos<br />

consiguieron festín lujoso. Y Lico Bueyón ya estaba enmadrinao. También Cecilia. Y dos<br />

forajidos más que se salvaron milagrosamente.<br />

El bandolero ya está preso. El toro <strong>de</strong>l Sur había perdido. Las sogas le aprietan la carne.<br />

Los nudos son fuertes y le <strong>de</strong>strozan el pecho.<br />

Cuando llegaron a Las Charcas los vecinos quedaron asombrados. El sol fuerte calienta<br />

los caminos. Y el piquete ya está preparado. Basilio Peña gritó:<br />

—Guelo: Suéltale la mano a la fiera eta pa que jaga su propio hoyo. Vamo a fusilá a ete<br />

como ejemplo. Y a los otros lo llevaremo pal pueblo. Eto se pudrirán en la cárcel. La chirona<br />

amansa los guapos.<br />

La muchedumbre se agolpa. Lico Bueyón empieza a cavar su propia sepultura. Está flojo,<br />

triste. La muerte vela sus latidos. La fronda <strong>de</strong> los aromos, y el aire caliente, se le cuelan por<br />

los poros mostrándole la vida. Entre los curiosos se levanta una voz:<br />

—Padre nuestro que estás en los cielos…<br />

Lico Bueyón experimenta un sacudimiento. La plegaria <strong>de</strong> Nena lo estremece. Levanta<br />

los ojos, temeroso, y la mirada <strong>de</strong> amor, <strong>de</strong> la mujer, le llega como una caricia. Bajo el sol<br />

sureño, que reseca los árboles y las almas, aquel plañir melancólico anuncia la muerte.<br />

El bandolero está callado. Y suda. Ha terminado su faena. El Comisario Basilio Peña da<br />

la señal. Lo empujan hacia la guásima. Lo atan al palo. El corneta tocó: ¡Firme! … Y la voz<br />

<strong>de</strong>: ¡Fuego! salió <strong>de</strong> la garganta <strong>de</strong>l Comisario como un rayo. Los disparos cruzaron el aire.<br />

La cabeza <strong>de</strong> Lico Bueyón se dobló sobre el pecho. Murió sin <strong>de</strong>cir palabra.<br />

Inmediatamente se abrió paso entre los asombrados asistentes, una mujer. Lucía magnífica,<br />

soberbia. Nena, la bruja, sacó <strong>de</strong>l seno un puñal y cortó las sogas que ataban el cadáver.<br />

Aquel hacinamiento <strong>de</strong> sangre le cayó en los brazos. Y encarándose a Cecilia, le gritó,<br />

<strong>de</strong>safiante:<br />

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