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TOMO 2 Cuentos CPD p1-362.internet.indd - Banco de Reservas

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EMILIo RoDRíGuEZ DEMoRIZI | tRaDICIonES Y CuEntoS DoMInICanoS<br />

—Y bien, ¿quién os hirió…?<br />

—Señor, lo ignoro…<br />

—un hombre, sin embargo, salió con vos <strong>de</strong> La Vega…<br />

—Cumplida mi… misión… ese hom… hombre… me acompañó un… un buen trecho…<br />

luego… se… se retiró… La herida… fue… Y el sacerdote se <strong>de</strong>smayó.<br />

Los que le cargaban y los que le custodiaban redoblaron el paso, entrando en el pueblo<br />

como en una procesión, es <strong>de</strong>cir, silenciosos y compungidos. Después <strong>de</strong> varios pareceres<br />

sobre el local a que habrían <strong>de</strong> conducir al moribundo párroco, se resolvió que fuera a la<br />

morada <strong>de</strong>l Gobernador. Entraron, pues, en ella; y colocándole en un catre <strong>de</strong> viento se<br />

arrodillaron en <strong>de</strong>rredor, mientras el resto <strong>de</strong> la asombrada población invadía la casa, toda<br />

ávida <strong>de</strong> contemplarle en sus últimos momentos.<br />

Entre tanto el campesino volvía a La Vega. un hombre cubierto hasta los ojos con su<br />

capa, y que marchaba en dirección contraria le interpeló <strong>de</strong> esta manera.<br />

—¿a dón<strong>de</strong> vais, Sanabria?<br />

—Señor, mi esposa ha muerto en esta misma hora y corro a preparar su entierro.<br />

—Pues volved grupas, amigo mío: nuestro amado Padre Eduardo ha sido mortalmente<br />

herido cuando también habrá una hora que cruzaba este camino.<br />

—¡Cielos!… –exclamó Sanabria; y contra el precepto <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sconocido se lanzó a escape.<br />

aquella voz no le era extraña; <strong>de</strong> modo que dando crédito al aviso apenas entró en el pueblo<br />

se encaminó al alojamiento provisional <strong>de</strong>l Padre Eduardo, al que llegó cuando éste <strong>de</strong>cía<br />

trabajosamente “¡Hijos… míos!… recibid… to… todos mi ben…dición!”<br />

—¡Padre cura!, gritó Sanabria, abriéndose paso hasta el mismo lecho <strong>de</strong> muerte: – yo<br />

quiero algo más que vuestra bendición…! Conmigo saliste sano y risueño <strong>de</strong> esta ciudad, y<br />

habéis vuelto solo, pero agonizante… ¡Declarad aquí, por la gloria <strong>de</strong> vuestra alma, cómo<br />

se llama el asesino!<br />

—no se llama… Sanabria.<br />

—¡Respiro! –dijo éste con solemnidad.<br />

—¡Su nombre! –repuso impaciente el Gobernador.<br />

—¡Me… me hirió por… la espalda…!<br />

Las campanas comenzaron a herir el viento con el doliente toque <strong>de</strong> agonía…<br />

—¡otra vez! –exclamó el Sacristán temblando <strong>de</strong> pavor:– he aquí la lleva <strong>de</strong> la torre…<br />

¡y sin embargo, suena la campana; suena…! Escuchad.<br />

también el Padre Eduardo la oyó: sus labios sonrieron, murmurando el sublime Pater in<br />

manus tuas commendum spiritum meus, cerró con tranquilidad los ojos, ¡y su alma se remontó<br />

a la mansión <strong>de</strong> los ángeles…!<br />

un temblor prolongadísimo se percibió instantáneamente, produciendo en los habitantes<br />

<strong>de</strong> La Vega el espanto <strong>de</strong> la muerte. La luna huyó <strong>de</strong>l mundo: las nubes bajaron hasta tocar<br />

en las almenas <strong>de</strong> las azoteas; los árboles <strong>de</strong> las inmediaciones batían y mesaban sus copas<br />

con estrépito hasta arrancarse <strong>de</strong> raíz; las casas se <strong>de</strong>rribaban sepultando cuanto se encontraba<br />

en su interior; la tierra oscilaba, se cuarteaba, abría bocas inmensísimas, y precipitaba<br />

en sus entrañas palpitantes todo lo que encontraba al paso. Gritos <strong>de</strong> <strong>de</strong>solación, lamentos<br />

<strong>de</strong> los heridos en aquel <strong>de</strong>sconcierto <strong>de</strong> la naturaleza, el río que roncaba al precipitarse en<br />

los abismos impon<strong>de</strong>rables <strong>de</strong> su nuevo incierto curso, los silbidos horrísonos <strong>de</strong>l viento<br />

corriendo miles <strong>de</strong> leguas por segundo, ¡ay! todo parecía anunciar que la hora solemne <strong>de</strong>l<br />

exterminio universal había sonado en la invisible péndula <strong>de</strong>l tiempo.<br />

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