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TOMO 2 Cuentos CPD p1-362.internet.indd - Banco de Reservas

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J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

redondas. Así, Sebastián aprendió a montar en caballejos <strong>de</strong> estampa esquelética y guiar el<br />

hato <strong>de</strong> ganado <strong>de</strong> un ricachón con finca en las proximida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l pueblo. Eran diez horas<br />

diarias <strong>de</strong> gritos, sudor y andanzas por el bosque. El niño se hacía hombre, pero sin jamás<br />

subir al cerro don<strong>de</strong> muriera el padre.<br />

—Te estás haciendo cobar<strong>de</strong> –<strong>de</strong>cíale la madre–; a tu padre en el cielo le <strong>de</strong>bes causar<br />

náuseas.<br />

Y era más que miedo aquella sensación cosquilleante <strong>de</strong> Sebastián. En su cerebro <strong>de</strong> lentos<br />

movimientos la montaña se había convertido en algo lleno <strong>de</strong> misterio y aun <strong>de</strong> espanto. Bastaba,<br />

por ejemplo, que tronara en la cordillera para que Sebastián se refugiara en alguna cueva<br />

y se tendiera en el suelo, trémulo <strong>de</strong> sollozos, con lagrimones que le agriaban la boca.<br />

La gente, en sus parlerías nocturnas ante las jumiadoras, hizo <strong>de</strong> sus cuitas una sabrosa<br />

historia, un chisme que llegó a los últimos confines <strong>de</strong> la región. Y Sebastián, a los veinte años,<br />

tuvo la <strong>de</strong>nigrante reputación <strong>de</strong> cobar<strong>de</strong>, tal y como su madre lo presintiera. Comenzaron<br />

unos a abusar <strong>de</strong> él con palabras y otros con la acción. Fue, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> entonces, un pobre negro<br />

a quien nadie dio importancia, al menos la importancia que los hombres, como los animales<br />

en un rebaño, prestan siempre a aquél <strong>de</strong> ellos que se impone por la astucia, el talento o la<br />

fuerza todopo<strong>de</strong>rosa <strong>de</strong> los puños.<br />

Sebastián el negro comenzó a langui<strong>de</strong>cer, a mustiarse en su infortunio. La flacura le<br />

sacó los huesos al nivel <strong>de</strong> la piel, le hundió los ojillos y le brotó los pómulos. Sebastián fue<br />

un árbol roto en el río <strong>de</strong>l miedo.<br />

Así las cosas arribó al villorrio, en noche <strong>de</strong> luna chata, la mulata Mariela, con sus ca<strong>de</strong>ras<br />

<strong>de</strong> mariposa y su cintura <strong>de</strong> alfanje, con sus <strong>de</strong>sparpajos y su impudicia, con su salerosa<br />

actitud <strong>de</strong> hembra que todo lo pue<strong>de</strong>. Y la Mariela, que conocía muchos bravos, se enamoró<br />

<strong>de</strong>l negro Sebastián. Fue el suyo un amor terremótico, una pasión <strong>de</strong> esas que consumen al<br />

ser humano como vela <strong>de</strong> entierro en brisa mañanera. A la semana <strong>de</strong> ver pasar a Sebastián<br />

camino <strong>de</strong> los potreros, la Mariela se le acercó y lo trabó en conversación.<br />

—¿Conque me dicen que tú eres el que no sube al cerro? –le dijo, a modo <strong>de</strong> saludo.<br />

Sebastián, que ni tiempo había tenido para mirarse en ojos <strong>de</strong> moza, sintió como si un<br />

alfiler le pinchara el pecho.<br />

—¿Qué te importa? –contestó, vengativo, sin que el rubor pudiera brotar a su piel <strong>de</strong><br />

cacao viejo.<br />

—¡Ah, negro, me das risa! –y con una mueca le <strong>de</strong>jó plantado.<br />

Ese día Sebastián se cayó <strong>de</strong>l caballo, comió menos que <strong>de</strong> costumbre, lo que es <strong>de</strong>cir, no comió<br />

nada, y al volver a su hamaca, al atar<strong>de</strong>cer, se petrificó frente a la montaña, con unos ojos quemados<br />

por las lágrimas. “¡Pobre <strong>de</strong> mí!” –pensó. “Ayúdame, Dios, que ya no aguanto más”.<br />

Serían las tres <strong>de</strong> la madrugada. Un resplandor argentaba el cerro y las tripadas <strong>de</strong> sus<br />

farallones. Sólo el viento gemía por entre los pinares. Sebastián se levantó y <strong>de</strong>scalzo, <strong>de</strong><br />

pecho <strong>de</strong>snudo, cruzó el poblado y caminó. No sabía si rezaba o si mal<strong>de</strong>cía. En sus oídos,<br />

como aldabonazos, resonaban las palabras <strong>de</strong> Mariela: “¡Ay, negro, me das risa!”<br />

Sebastián comenzó a trepar el sen<strong>de</strong>rillo vagabundo por don<strong>de</strong>, año atrás, habían bajado<br />

el cadáver <strong>de</strong> su padre. El miedo, sólido ahora, se le entraba por el corazón y le cortaba el<br />

aliento en pedacitos, pero siguió a<strong>de</strong>lante. Llegó a un bolinguín natural que la hierba había<br />

formado en la la<strong>de</strong>ra siniestra <strong>de</strong>l monte y se <strong>de</strong>tuvo, ya ja<strong>de</strong>ante. Allí oyó el grito que le<br />

petrificó. Fue un aullido, una ululación que, débil en un principio, creció luego hasta ensor<strong>de</strong>cerlo.<br />

Quiso huir cuando, casi quemándole la nuca, el aliento <strong>de</strong> Mariela provocóle:<br />

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