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TOMO 2 Cuentos CPD p1-362.internet.indd - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

Un día se vio en el espejo y se encontró viejo. Meditó acerca <strong>de</strong> tan sorpren<strong>de</strong>nte <strong>de</strong>scubrimiento,<br />

pero nada sacó en claro, a no ser que se sintió más cerca <strong>de</strong> la muerte. Como<br />

la muerte siempre le pasara lejos, <strong>de</strong>cidió que ser viejo era una sensación manoseada y sin<br />

interés.<br />

Cultivó entonces la amistad <strong>de</strong> los niños y los encontró interesantes, lo más parecido<br />

a los viejos que existe. Le gustó sostener largas conversaciones con ellos, hallando que el<br />

hombre, aun en la infancia, ya tiene maldad en el corazón, ya juega a matarse, a enamorar<br />

la mujer <strong>de</strong>l prójimo, a asaltar la propiedad ajena, aunque todas sus acciones sean jubilosas,<br />

lanzadas alegremente por los sen<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> un parque y vigiladas por los ojos <strong>de</strong> una niñera<br />

amodorrada o <strong>de</strong> un guarda reumático e indiferente.<br />

Recibió una carta. Era <strong>de</strong> su amigo ausente, pero no la había escrito su amigo. Era una<br />

carta impresa. En ella, con muy pocas palabras, se le comunicaba que su amigo se había<br />

muerto. No le <strong>de</strong>cían <strong>de</strong> qué y a Jorge se le ocurrió, en medio <strong>de</strong> su dolor, que la muerte<br />

no necesita explicarse, por lo <strong>de</strong>finitiva que es. Lloró bastante, en memoria <strong>de</strong> su amigo el<br />

asesino. Después <strong>de</strong> todo, había sido un pobre hombre sin escrúpulos que había matado a<br />

una mujer con menos escrúpulos. Y Jorge procedió, con el egoísmo <strong>de</strong> un viejo, a olvidar<br />

a su amigo. Le pareció lo más apropiado, porque si aquel amigo <strong>de</strong>scansaba, en la tumba,<br />

<strong>de</strong> toda angustia y <strong>de</strong> todo dolor, él no tenía necesidad <strong>de</strong> complicarse la existencia con su<br />

recuerdo.<br />

Pero en vez <strong>de</strong> olvidarlo, lo tuvo presente a toda hora. Su rostro suave y apacible, su<br />

conversación reposada, sus manerismos bonachones, estuvieron en el cuarto <strong>de</strong> Jorge con<br />

mayor fuerza que en el pasado. Era como si su amigo no <strong>de</strong>sease abandonarlo o no quisiese<br />

<strong>de</strong>jarlo a solas con el crimen <strong>de</strong> Irene.<br />

Jorge comenzó a langui<strong>de</strong>cer y a preocuparse. Se le aflojaron las carnes y le salieron los<br />

pómulos, como si pasara hambre; arrastró los pies y <strong>de</strong>scuidó la ropa; adquirió el hábito <strong>de</strong><br />

escupir, para limpiarse la boca <strong>de</strong> todas las blasfemias que había dicho en su vida. Y no amó<br />

más mujeres. No porque no le gustaran, sino porque sus amores ya hubiesen sido inútiles.<br />

Así cumplió cincuenta años, sintiéndose como <strong>de</strong> cien, o <strong>de</strong> mil quizás. Cuando se levantaba,<br />

en las mañanas, tenía en las piernas y en el pecho una armazón <strong>de</strong> hierro que no<br />

le <strong>de</strong>jaba moverse y los ojos, entrecerrados, vacilaban si abrirse al nuevo día o permanecer<br />

dormidos, <strong>de</strong> espaldas a la vida.<br />

En su cama, Jorge oyó los pasos <strong>de</strong> los hombres que subían la escalera. Se acercaban.<br />

Faltaba muy poco para tenerlos frente a frente. Jorge miró por la ventana abierta, al cielo<br />

que estaba color <strong>de</strong> noche, a la luna que se había posado sobre una chimenea, curioseando<br />

la ciudad. Y tocaron a su puerta.<br />

El hombre <strong>de</strong>l impermeable marrón se echó el sombrero sobre la frente y preguntó:<br />

—¿Usted es Jorge?<br />

—Soy…<br />

—¿Vive aquí hace mucho tiempo?<br />

—No, poco tiempo.<br />

—¿Dón<strong>de</strong> vivió antes?<br />

—En otra casa. Y en otra antes. Y aun en otra mucho antes.<br />

—¡Bien! ¡Bien! Nos gusta que coopere. Queremos interrogarle…<br />

Era el mismo diálogo, persiguiéndole como la cara ensangrentada <strong>de</strong> Irene, como la<br />

indiferencia <strong>de</strong>l amigo que se muriera en la cabaña.<br />

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