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TOMO 2 Cuentos CPD p1-362.internet.indd - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n II | CUENTOS<br />

tez aceitunada y cabellera dormida, <strong>de</strong> ojos fosforescentes y voz como gemido lánguido,<br />

confundible con el viento.<br />

—Shirma… ¡Shirmaaa! –la saludó en su lengua ancestral. Y cuando quiso besarla, preguntarla<br />

si se hallaba perdida, si precisaba <strong>de</strong> ayuda, la niña se esfumó en el volcán.<br />

El artista era hombre <strong>de</strong> mundo y tenía treinta baúles en la cabeza con treinta pedazos<br />

<strong>de</strong> vida como treinta novelas. Por eso a nadie habló <strong>de</strong> Shirma. No iban a creerle y todos,<br />

<strong>de</strong> seguro, hubiesen trocado en sarcasmo su cándido cuento. Y Shirma se le prendió en la<br />

curva <strong>de</strong>l pecho, don<strong>de</strong> los pintores mecen su cuna <strong>de</strong> sueños.<br />

Osvaldo se hizo famoso. Su fama rompió la cordillera y paseó por ciuda<strong>de</strong>s llenas <strong>de</strong> luz<br />

y <strong>de</strong> vicio. La gente admiró la originalidad <strong>de</strong> sus cuadros, don<strong>de</strong> un rostro <strong>de</strong> niña aparecía<br />

siempre en mitad <strong>de</strong> otros rostros dolorosos, fuente <strong>de</strong> agua en mitad <strong>de</strong> una selva.<br />

—¿Quién es? –le <strong>de</strong>cían–. ¿Dón<strong>de</strong> sacaste esa cara y esos ojos que, siendo dulcísimos,<br />

llevan tanta y tanta tristeza? ¿Dón<strong>de</strong> está, dón<strong>de</strong> está esta visión tuya que no po<strong>de</strong>mos<br />

olvidar?<br />

Y Osvaldo sonreía, y aun los críticos que alguna vez le combatieran, <strong>de</strong>clararon que la<br />

niña <strong>de</strong> sus cuadros era indudablemente genial y que el genio, besando la frente <strong>de</strong>l artista,<br />

era el único responsable <strong>de</strong> aquel toque mágico, irreal y fascinante.<br />

Pasó mucho tiempo. Osvaldo viajó por el mundo entero y comenzó a envejecer. Su caminar,<br />

<strong>de</strong>spacioso y reposado, sus ojos menos brillantes, sus canas prematuras, le dieron al<br />

fin un aire <strong>de</strong> neurótico, un matiz <strong>de</strong> hombre que conoce todos los caminos, los ha <strong>de</strong>scrito<br />

hábilmente y no ha encontrado en ninguno a la felicidad.<br />

—Tienes en el rostro –le dijo alguien una vez– un paisaje angustiante, como <strong>de</strong> seguro<br />

es tu alma.<br />

Y Osvaldo no respondía jamás. Hubiese sido ridículo confesar que soñaba con la niña <strong>de</strong>l<br />

volcán, que buscaba por doquier una cara <strong>de</strong> mujer que se asemejara a Shirma, la dueña <strong>de</strong><br />

sus sueños y <strong>de</strong> sus pesadillas. Y mientras la seguía dibujando en los fondos <strong>de</strong> sus cuadros,<br />

su corazón sollozaba por ella.<br />

Un día <strong>de</strong>cidió regresar a su país y no viajar más. Ante la consternación <strong>de</strong> parásitos y<br />

la incredulidad <strong>de</strong> íntimos, Osvaldo volvió a vivir tranquilamente en su casa <strong>de</strong> la sierra,<br />

nuevamente frente al blanco resplandor <strong>de</strong>l nevado.<br />

—Aquí –se dijo el pintor– estoy cerca <strong>de</strong> Shirma y nadie podrá enturbiar mi amor<br />

por ella.<br />

Su atelier convirtióse en remanso y torrentera. Allí creaba quimeras y sueños, allí morían<br />

las horas en un concierto <strong>de</strong> pinceles, allí corría, la<strong>de</strong>aba la cabeza, sudaba, giraba y se estremecía<br />

cuantas veces la imagen <strong>de</strong> Shirma quedaba presa en los óleos o en las acuarelas.<br />

Pero no fue feliz. Shirma, que era suya, se le iba en vagabundas rondas y él seguía<br />

vacío, sin una piel caliente en la cual <strong>de</strong>jar un beso o unos ojos don<strong>de</strong> posar blanduras<br />

y encalmar angustias. ¡Pobre Osvaldo el pintor! Era Dios un segundo y un pobre artista<br />

siempre.<br />

Fueron pasando los años <strong>de</strong> pláticas con el volcán, <strong>de</strong> amores con Shirma, la niña triste<br />

<strong>de</strong>l nevado. Y un día llegó al atelier un mendigo que pedía monedas para comprar pan.<br />

Tenía una barba mal traída, dos manos largas y huesudas y un bastón nudoso, con el que<br />

golpeaba los sen<strong>de</strong>ros vacilantemente.<br />

—¿Qué quieres, anciano? –le preguntó el pintor.<br />

—Hablar contigo <strong>de</strong> penas.<br />

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