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Don Lupercio se sentó, extendió sus pies sobre la alfombra, aunque estaban cubiertos<br />
de barro, sacó una enorme caja de rapé, se puso a saborear un polvo, y por último, dijo<br />
mirando en torno suyo:<br />
-¡Eh! ¡eh!, ¡linda habitación! ¡Verdadero nido de palomas!<br />
-¿Me hará usted el favor de decirme a qué debo el placer de su visita?, interrumpió<br />
Clotilde.<br />
Don Lupercio guardó la caja, se quitó los anteojos, los limpió, se los volvió a poner<br />
de nuevo, y la miró fijamente al través de los cristales.<br />
Clotilde sintió frío en el corazón durante aquel examen.<br />
Don Lupercio, dijo por fin, con voz lenta y llena de siniestras inflexiones:<br />
-Vengo a devolver a usted una carta que la casualidad ha puesto entre mis manos.<br />
-¡Una carta!, exclamó Clotilde poniéndose pálida.<br />
-Es la cosa más sencilla del mundo, prosiguió el escribano. Usted sabe que el tío<br />
Ruperto ha vendido una tierra a su marido de usted. Pues bien, como él está enfermo, su<br />
mujer ha ido a llevarme los títulos de propiedad para extender la escritura, y nada más<br />
natural en quien no sabe leer, entre aquellos papelotes he hallado la carta en cuestión,<br />
juntamente con una receta para extirpar los callos, y otra para curar los lamparones, que<br />
así se anida la poesía entre las cosas más inmundas.<br />
Echó mano al bolsillo mugriento e inconmensurable, al hablar de este modo, y tardó<br />
lo menos tres minutos en sacar lo que buscaba, como si quisiera avivar la ansiedad de<br />
Clotilde prolongando su martirio.<br />
Clotilde tendió la mano con impaciencia febril, y cuando apareció, por fin, la carta,<br />
que era una de las tres que había escrito a Miguel, hizo un movimiento para apoderarse<br />
de ella.<br />
-¡Eh! ¡eh!, dijo Don Lupercio con sorna y retirando la mano, es una epístola<br />
interesante y que contiene revelaciones muy curiosas.<br />
-¡La ha leído usted!, exclamó Clotilde indignada.