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sepulcro de mis padres, de volver en breve coronado de laureles para darte el dulcísimo<br />
nombre de esposa!<br />
-Bien sabes que yo no he aceptado esa promesa, exclamó vivamente Juana<br />
ruborizándose, eres libre, libre como el aire, y puedes poner tus afectos en quien quieras.<br />
-¡No, no!, dijo Miguel con voz ahogada.<br />
Buscó en torno de sí, y sus manos trémulas se apoderaron de la blanca flor de una<br />
acacia que se asomaba ruborosa entre el follaje.<br />
-No tengo nada que darte como testimonio de mi fe, prosiguió entre sollozos, pero<br />
toma esta humilde flor, y que ella te recuerde siempre que, aunque me alejo, aquí queda<br />
mi alma.<br />
La galera, que se había ido acercando con su paso sosegado y majestuoso, paró en<br />
aquel instante junto a ellos.<br />
-¡Ohé, Miguel, ohé!, gritó el conductor desde su asiento, date prisa que la noche ya<br />
está encima.<br />
-Juana, un último abrazo, un último beso, exclamó Miguel, sucumbiendo a su<br />
emoción, ¡un casto beso, como los que imprimías en mi frente cuando era niño!<br />
Y ciñó con sus brazos el talle de la joven, e imprimió en su frente el beso de<br />
esponsales.<br />
A aquel contacto, Juana sintió correr por sus venas un raudal de fuego, y despavorida,<br />
fuera de sí, loca de dolor y de embriaguez, se levantó y corrió a apoyarse en el tronco de<br />
un árbol cercano.<br />
Todo daba vueltas a su alrededor, como si fuese a desplomarse el universo.<br />
-Muchacho, ¿qué haces?, gritó el conductor, ¿crees que tenemos tiempo para estar<br />
aquí parados? ¡Déjate de lloriqueos y sube!<br />
Volvió en sí Juana, al oír estas palabras, hizo un supremo esfuerzo, tomó de la mano<br />
a Miguel, y le arrastró suavemente hacia la galera.<br />
-¡Hasta la vuelta!, exclamó Miguel con apasionado acento, abalanzándose al interior<br />
del vehículo.