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Esta exclamación despertó de nuevo al dolor embargado por el pasmo, y todos<br />
prorrumpieron en gemidos y lamentos.<br />
-¡Es mucho más joven que yo!, exclamó una viejecilla decrépita, ¿quién me había de<br />
decir a mí que ella me enseñaría el camino?<br />
-Cuántos parece que se van a morir y luego recobran la salud, dijo una joven con la<br />
esperanza ilimitada que es patrimonio de los pocos años.<br />
-¡Sí, sí, saltó Antonia, quién sabe! ¡Dios puede hacer un milagro en favor de nuestra<br />
madre!<br />
Luego, encarándose con Clotilde, repuso:<br />
-Le había a usted encargado una visita para ella, pero lo que antes era un favor que le<br />
hacía, ahora es un favor que le pido. Vaya usted así que llegue a Ávila, y llévela usted<br />
esta reliquia. Es una astilla de la cruz bendita, y mis abuelos la trajeron de Jerusalén.<br />
Dicen que el mismo Jesús baja a consolar y a acompañar a los agonizantes que llevan al<br />
cuello esta reliquia... ¡La han llevado mis padres! ¡Es el único tesoro que poseo!... ¡Oh,<br />
llévesela usted, llévesela usted a mi amada bienhechora!<br />
Tomó Clotilde la reliquia, prometió a Antonia cuanto quiso, y Jaime, con el rostro<br />
demudado, arreó a las mulas, ansioso ya de salir del pueblo, y facilitar el cumplimiento<br />
de los deseos de su amada.<br />
La galera marchaba a buen paso y antes del mediodía se detuvo en la cúspide de una<br />
montaña. Allí había un ventorro, en donde solían tomar pienso las mulas y Jaime<br />
refrescar con algunos tragos de vino.<br />
Con el movimiento y el aire puro y embalsamado de los campos, Clotilde sintió que se<br />
había despertado su apetito, y sacando la merienda debida a la solicitud de Antonia,<br />
convidó a Jaime y a su madre a que participasen de ella.<br />
No iba tampoco desprevenida la anciana, y así, juntando ambas meriendas, comieron<br />
y bebieron, y dando locuacidad a sus lenguas el espumoso licor, Jaime y su madre<br />
hablaron de mil cosas, y refirieron todas las particularidades de su inocente vida.<br />
-Usted no sabe lo que es este hijo, dijo la anciana a Clotilde, en un momento en que<br />
Jaime bajó a cuidar de las mulas, ¡qué respeto, qué obediencia, qué cariño el suyo, a<br />
pesar de que es ya un hombre de cerca treinta y tres años! Para nosotros son todos sus<br />
ahorros, nos cuida si estamos enfermos, nos consuela si estamos tristes; ¡se puede decir<br />
que vive de nuestra vida!