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¿Acaso Alonso Cano no era hombre?, y redoblaba su afán por estudiar e imitar a los<br />
buenos modelos.<br />
Pero quiso su desventura, aunque él no se resolvió a darle este nombre, que cayese<br />
enferma una vecina que habitaba en la buhardilla inmediata. Era una pobre anciana que<br />
vivía sola, pues su único hijo servía en clase de lacayo en casa de la Marquesa de los<br />
Gazules.<br />
Miguel, bueno y compasivo, abandonó sus estudios y sus estatuitas, para velar día y<br />
noche a la cabecera de la pobre enferma. Súpolo el hijo de ésta, y no acertando cómo<br />
demostrarle su gratitud, una vez que su ama le ordenó que fuese en busca de un escultor,<br />
para que hiciese su busto, él le dijo que conocía a un joven que era un portento en esta<br />
clase de trabajos, y se apresuró a presentárselo.<br />
Para comparecer dignamente delante de la encopetada señora, Miguel no tenía traje a<br />
propósito; pero el lacayo, que no era lerdo, y que sabía que en Madrid todo depende del<br />
traje, se dio buena maña en buscarle uno, alquilándolo de su propio peculio a un<br />
ropavejero.<br />
Hízose el busto, y se hizo tan a gusto como ya sabemos de la Marquesa, que ésta,<br />
prendada del artista, tomó interés en darlo a conocer a sus amigos. Como conservando el<br />
parecido, había favorecido extraordinariamente a la vetusta dama, no hubo dama vetusta<br />
que no le encargase su busto, tanto, que el escultor tuvo que dar de mano a sus estatuitas,<br />
y abrir un registro para fijar turno a sus nobles clientes. Esto acrecentó su fama, y como<br />
en Madrid todo se hace objeto de moda, Miguel y sus bustos pasaron a estar de moda,<br />
ganando en aquel entonces sumas fabulosas. Y como a su mérito artístico reunía una<br />
figura bella y atractiva, no le faltaron galantes aventuras. Esto acabó de trastornar su<br />
imaginación, y poco a poco se fue volviendo muy distinto de lo que era.<br />
Trocó su humilde buhardilla por una habitación elegante, se hizo vestir por el sastre<br />
más afamado, y aun compró un hermoso caballo tordo, para hacerlo caracolear a la<br />
portezuela de los dorados coches cuando paseaba por la Fuente Castellana. Entonces no<br />
hubo salón que no frecuentase, ni dama aristocrática que dejase de prodigarle sus<br />
sonrisas.<br />
Miguel se desvaneció completamente, olvidó el cincel que le había abierto las puertas<br />
del templo de la fortuna y, ocupado en incesantes devaneos, no se acordó ya de Alonso<br />
Cano.<br />
<strong>De</strong> baile en baile, de fiesta en fiesta, sólo le quedaba tiempo para escribir sus reseñas<br />
en la cuarta plana de los periódicos, reseñas en las que no escaseaban los elogios