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Carecía de la facilidad expeditiva que poseen ciertas mujeres avezadas a la falsedad y<br />
a las intrigas. No veía más medio que salir del angustioso conflicto, que confesar la<br />
verdad; pero no tenía valor para hacer la terrible confesión que debía arrebatarla la<br />
estimación de Guillermo y la paz de su vida íntima.<br />
Y entretanto Guillermo estaba preocupado, Juana llorosa, y el abuelo y los niños no<br />
cesaban de preguntar a ambos la causa de su oculta pena, de su extraño disgusto.<br />
Clotilde se acostaba todas las noches con el firme propósito de revelar su culpa a la<br />
mañana siguiente, y por la mañana carecía de valor para llevarlo a cabo.<br />
Dos o tres veces fue a buscar a su marido a su cuarto, y en vez de la confesión que iba<br />
resuelta a hacer, sólo pudo prorrumpir en tales sollozos y tales lágrimas, que alarmando<br />
seriamente a Guillermo, éste la colmó de apasionadas caricias, poniendo con sus caricias<br />
un candado a los labios de la infeliz, que ya no osaron entreabrirse para arrancarle sus<br />
tiernas y bellas ilusiones.<br />
Una tarde hallábase toda la familia reunida, como de costumbre, en el comedor.<br />
Juana cosía silenciosamente al lado de la ventana que daba al jardín, los niños<br />
jugaban en un rincón con un amiguito suyo, llamado Teodoro, hijo de un acomodado<br />
labrador de la vecindad, Guillermo y su padre hablaban de los trabajos de la fábrica, del<br />
vino nuevo, del próximo abono de las tierras.<br />
Clotilde estaba más triste, más agitada que nunca, sin atreverse a mirar a Juana, sin<br />
atreverse a hablar, porque le asustaba hasta el sonido de su voz. Un vago presentimiento<br />
oprimía su corazón y la parecía que le faltaba aire para respirar libremente.<br />
<strong>De</strong> pronto entró un criado y anunció la visita de doña Segismunda.<br />
Tan de cerca seguía doña Segismunda al criado, que Clotilde no tuvo tiempo para<br />
decir que pasase al salón.<br />
Al ver que asomaba ya por el dintel de la puerta se levantó rápidamente, y le acercó<br />
una silla al fuego, excusándose por recibirla en aquel sitio.<br />
Doña Segismunda venía de luto riguroso, pero aunque venía de luto, su rostro<br />
expresaba una feroz alegría, y sus ojos saltones brillaban con un fulgor inusitado.<br />
Durante los primeros cumplidos movía mucho sus manos, cubiertas de guantes<br />
negros, y agitaba su manto de duelo, como si quisiese llamar la atención hacia su atavío.