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-¿Quiere usted hacer que su marido y el mundo la crean bajo su palabra, cuando<br />
tienen aquí la prueba escrita de lo contrario?<br />
Clotilde cayó desplomada sobre su silla, sucumbiendo al peso de aquella realidad<br />
espantosa que la abrumaba con su lógica inflexible.<br />
¡Ay, perder la felicidad cuando acababa apenas de recobrarla! ¡Perder para siempre la<br />
estimación de su marido, la paz de su hogar doméstico, y quizás el amor y el respeto de<br />
sus hijos!<br />
¿Qué haría Guillermo cuando supiese la verdad, que ahora se ofrecía a sus ojos con<br />
colores tan horribles? ¡Quizás la arrojaría de su lado, cerrándola para siempre las puertas<br />
de su casa, privándola de la vista de sus hijos!<br />
Si Guillermo era generoso, era también severo hasta lo sumo en cuestiones de honor<br />
y delicadeza.<br />
Bien veía don Lupercio la lucha trabada en el alma de la infeliz, y así guardó silencio<br />
algunos instantes, dejándola abarcar con su imaginación todas las funestas<br />
consecuencias de su ligereza, y luego dijo con su tono frío y resuelto:<br />
-En fin, nada hay perdido, señora. <strong>El</strong> negocio que usted no quiere aceptar, se lo<br />
propondré a don Guillermo.<br />
Y se levantó sonriendo y mostrando sus dientes largos, amarillos y afilados como los<br />
de un chacal.<br />
-¡Por piedad!, gritó Clotilde, asiéndole por el mugriento faldón de levita. Usted tiene<br />
hijas, ¡por piedad! ¡Quizás ellas se vean mañana en el amargo trance en que me veo!<br />
-¡Eh, eh!, dijo don Lupercio; ¡mis hijas no cometerían jamás semejantes<br />
imprudencias! ¡Son hijas de escribano, y saben lo que vale una letra escrita!<br />
En aquel instante resonaron los gozosos ladridos de los perros, que festejaban la<br />
vuelta de su amo.<br />
-¡Hele allí!, dijo el escribano señalando a Guillermo, que atravesaba con paso ligero<br />
el jardín, dirigiéndose a la escalerilla cubierta.<br />
-¡Piedad!, exclamó otra vez Clotilde con las manos juntas y las mejillas cubiertas de<br />
lágrimas.