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No habían tenido poca parte la tía Ojazos y su marido Ruperto en la ida de Rufina, y<br />
así que se extendió la voz del paso que iba a dar Juana, acudió el segundo todo sofocado,<br />
diciendo al tío Blas con trágico y solemne ademán:<br />
-Téngase, señor; ¿qué es lo que va a hacer?, su casa necesita una mujer de<br />
fundamento, y no una mocosilla que no parará mientes en nada.<br />
Aprovechó el cura la ocasión para intervenir otra vez diciendo:<br />
-Tú eres quien debes pensarlo, Juana, mira que es mala consejera la obcecación del<br />
momento.<br />
Pero el tío Blas, que sabía mejor que nadie lo que le convenía, puso fin a la polémica<br />
plantando su firma en el papel, y obligando al mismo Ruperto a que pusiera debajo una<br />
gran cruz, hecho lo cual, fue por el dinero y lo puso, no sin soltar un suspiro, en las<br />
manos de Juana.<br />
Aquella misma tarde al caer el sol, hallábanse Miguel y Juana sentados en una<br />
margen del camino real, aguardando que pasase una galera que se dirigía a Madrid.<br />
Ambos estaban tristes, con los ojos fijos en el suelo y las manos entrelazadas.<br />
Turco, echado en medio de ellos, fijaba ya en uno ya en otro sus inquietas miradas,<br />
como si presintiera la separación horrible.<br />
Inmóvil y silenciosa estaba la naturaleza, pareciendo tomar parte en el dolor de<br />
aquellas dos almas destrozadas. Nubes negras entoldaban el ocaso, y las avecillas y los<br />
insectos habían suspendido antes de tiempo sus himnos y susurros, y antes de tiempo<br />
habían ido a refugiarse los unos en el cáliz de las flores, los otros en sus nidos colgados<br />
de los árboles. Hasta los arroyuelos que se deslizaban al través de la florida grama,<br />
parecían contener sus alegres murmullos de otras veces.<br />
<strong>De</strong> repente turbaron el augusto silencio los cencerros de las mulas, y la enorme galera<br />
asomó por un recodo del camino.<br />
Miguel y Juana se estremecieron; Turco se incorporó dando un quejido doloroso.<br />
-¡Juana, Juana de mi vida!, exclamó Miguel derramando abundantes lágrimas, ¡madre<br />
mía, hermana mía, esposa mía, nunca olvidaré que todo te lo debo, mi dicha pasada, mi<br />
dicha presente, mi futura dicha! ¡Te amo! ¿Cómo podría no amarte siendo tú tan buena?<br />
¡En este solemne instante te recuerdo la promesa que te hice hace poco delante del