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<strong>El</strong> buhonero apoyó su pesado fardo en el tronco de un árbol, sacó el tabaco que<br />
llevaba esparcido en el bolsillo, y se puso a hacer un cigarro, diciendo al mismo tiempo:<br />
-¡Pues yo no he oído nada! Precisamente he estado echando un trago en la taberna<br />
con la tía Ojazos!... ¡Y ya sabe usted que ella se muere por charlar!... Si algo hubiera<br />
ocurrido, me lo hubiera dicho, así como se ha estado lamentando de que un huésped que<br />
tenía, y con quien pensaba ganarse buenos cuartos, se había marchado de repente,<br />
tomando el camino de Francia. ¿Sabe usted? Miguelillo el hijo del antiguo santero del<br />
Milagro. ¡Qué chico ése! ¡Quién lo vido y quién lo ve! ¡Yo le conocí chiquitín, porque<br />
hace muchos años que vengo a vender mis mercancías al mercado de Orduña!<br />
¡Pero los tiempos de hogaño no son como los de antaño!<br />
Aunque ayer fue día de mercado, ¡mire usted cuánto me traigo de regreso!... Pues<br />
volviendo a Miguelillo, dicen que se ha vuelto un hombre de provecho... ¡Vaya!, ¡que<br />
hace unas estatuas que no hay más que ver!... ¡Como que se va a Francia a trabajar para<br />
el Emperador!...<br />
Pues volviendo a lo que ha ocurrido, no debe haber ocurrido nada, porque, como voy<br />
diciendo, la tía Ojazos me lo hubiera dicho.<br />
Acabó de echar su cigarro y, después de haberse despedido de la joven, se alejó otra<br />
vez cantando.<br />
Clotilde se hincó de rodillas, elevó las manos al cielo, y dio gracias a Dios desde lo<br />
más profundo de su alma.<br />
Miguel había oído la voz del deber y la razón, había partido, ¡estaba salvada!<br />
Fortalecida con esta idea, prosiguió rápidamente su camino.<br />
<strong>El</strong> día avanzaba; pero en vez de que el sol disipase los negros nubarrones, éstos se<br />
fueron condensando más y más, hasta que empezaron a dejar caer leves copos de nieve<br />
que pronto cubrieron la campiña con una blanca sábana.<br />
Al cabo de algunas horas, Clotilde sintió que sus pies helados y destrozados se<br />
negaban a dar un solo paso, y que el aguijón del hambre torturaba sus entrañas.<br />
No sabía a dónde condujese el camino que seguía: no se divisaba a lo lejos ningún<br />
pueblo.