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El Copo De Nieve Ángela Grassi

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184<br />

<strong>El</strong> buhonero apoyó su pesado fardo en el tronco de un árbol, sacó el tabaco que<br />

llevaba esparcido en el bolsillo, y se puso a hacer un cigarro, diciendo al mismo tiempo:<br />

-¡Pues yo no he oído nada! Precisamente he estado echando un trago en la taberna<br />

con la tía Ojazos!... ¡Y ya sabe usted que ella se muere por charlar!... Si algo hubiera<br />

ocurrido, me lo hubiera dicho, así como se ha estado lamentando de que un huésped que<br />

tenía, y con quien pensaba ganarse buenos cuartos, se había marchado de repente,<br />

tomando el camino de Francia. ¿Sabe usted? Miguelillo el hijo del antiguo santero del<br />

Milagro. ¡Qué chico ése! ¡Quién lo vido y quién lo ve! ¡Yo le conocí chiquitín, porque<br />

hace muchos años que vengo a vender mis mercancías al mercado de Orduña!<br />

¡Pero los tiempos de hogaño no son como los de antaño!<br />

Aunque ayer fue día de mercado, ¡mire usted cuánto me traigo de regreso!... Pues<br />

volviendo a Miguelillo, dicen que se ha vuelto un hombre de provecho... ¡Vaya!, ¡que<br />

hace unas estatuas que no hay más que ver!... ¡Como que se va a Francia a trabajar para<br />

el Emperador!...<br />

Pues volviendo a lo que ha ocurrido, no debe haber ocurrido nada, porque, como voy<br />

diciendo, la tía Ojazos me lo hubiera dicho.<br />

Acabó de echar su cigarro y, después de haberse despedido de la joven, se alejó otra<br />

vez cantando.<br />

Clotilde se hincó de rodillas, elevó las manos al cielo, y dio gracias a Dios desde lo<br />

más profundo de su alma.<br />

Miguel había oído la voz del deber y la razón, había partido, ¡estaba salvada!<br />

Fortalecida con esta idea, prosiguió rápidamente su camino.<br />

<strong>El</strong> día avanzaba; pero en vez de que el sol disipase los negros nubarrones, éstos se<br />

fueron condensando más y más, hasta que empezaron a dejar caer leves copos de nieve<br />

que pronto cubrieron la campiña con una blanca sábana.<br />

Al cabo de algunas horas, Clotilde sintió que sus pies helados y destrozados se<br />

negaban a dar un solo paso, y que el aguijón del hambre torturaba sus entrañas.<br />

No sabía a dónde condujese el camino que seguía: no se divisaba a lo lejos ningún<br />

pueblo.

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