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-¡Me voy!..., dijo con voz dulce... ¡Dios me llama!... ¡Adiós, hijos queridos, adiós mis<br />
fieles y honrados servidores.... recibid mi bendición!... ¡Sí, me voy!... ¡Adiós, adiós!... ¡o<br />
más bien... hasta luego!...<br />
Levantó los ojos al cielo, sonrió, se recostó en la almohada y exhaló un plácido<br />
suspiro...<br />
¡Había muerto! ¡Había ido a recoger en el seno de Dios las palmas que había hecho<br />
florecer en este mundo!<br />
-¡Roguemos por ella!, dijo el sacerdote poniéndose de pie y con ademán solemne.<br />
Comprendieron cuantos asistían a la lúgubre escena lo que significaban aquellas<br />
palabras, y dejaron escapar de su pecho un grito supremo de dolor, que tuvo eco en los<br />
últimos confines de la calle, pero luego acompañaron con santa conformidad las preces<br />
del sacerdote, que la dulce religión nos fortifica y nos ampara hasta en los trances más<br />
amargos de la vida.<br />
Al amanecer, Clotilde partió para Madrid en compañía de un anciano criado que iba a<br />
participar la infausta nueva a la hija menor de la Condesa, casada en la metrópoli de<br />
España, y al día siguiente llamaba con mano trémula a las puertas del Colegio del<br />
Sagrado Corazón, establecido en Chamartín, en donde había pasado su dichosa infancia.<br />
- XI -<br />
La expiación<br />
He aquí cómo terminaba la larga carta que Clotilde escribía a Guillermo, sentada al<br />
mismo pupitre, sobre el cual había escrito las cartas inocentes que dirigía a su madre.<br />
«Es mi confesión completa la que acabo de trazar, tan sincera y completa como si<br />
estuviese delante del sacerdote en la hora postrera de la muerte. No he ocultado nada, no<br />
he disimulado nada: ni mi ingratitud para contigo, ni el crimen que cometí para recobrar<br />
la carta acusadora, ni la cobardía con que dejé que sospecharas de la noble Juana, ni la<br />
debilidad que me impulsó a acudir a una cita vergonzosa para impedir una catástrofe.<br />
»Ya lo ves, no he sido culpable, Guillermo, como quizás crea el mundo, como quizás<br />
hayas creído tú, bien de mi vida, único y verdadero tesoro de mi alma.<br />
»¡No soy culpable, ay de mí! No he manchado mi honor; pero ¿no mancha el honor<br />
de una mujer la más leve apariencia?¿Puede llamarse honrada la que con su conducta ha