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-¡Sí!, murmuró dulcemente Juana; ¡sí!...<br />
Y escondió la ruborosa frente entre sus manos...<br />
Al cabo de algunos días, Miguel y Juana, ya esposos, ya felices, se dirigían con las<br />
manos enlazadas y seguidos de sus bienhechores y amigos, todos los habitantes del<br />
llano, a la estación del ferrocarril; pues debían partir para la metrópoli de España.<br />
La recién casada, vestida de fiesta, llevaba pintadas en el semblante la alegría y la<br />
tristeza; sonreía y lloraba al mismo tiempo, como sucede en abril, que brillan los rayos<br />
del sol al través de las gotas de la lluvia.<br />
¡Seguía a su esposo, y abandonaba a sus amigos! ¡Abandonaba el suelo que le había<br />
visto nacer, el sepulcro bendito de sus padres! ¡Ah, que la vida es esta! ¡Cuadros de<br />
sombra y luz: goces amargados por las penas, penas endulzadas por plácidas alegrías!<br />
Anselmo le esperaba al paso, sentado en la punta de una roca, y dando al aire los<br />
dulces sonidos de su flauta.<br />
-¡Adiós!, dijo a Juana desde lejos. ¡Sé que eres feliz y soy feliz! ¡Adiós, Miguel;<br />
bendice a la Providencia que te ha otorgado tal tesoro; ámala por los dos; hazla dichosa!<br />
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y con un movimiento convulsivo rompió su flauta,<br />
que cayó en pedazos a los pies de Juana.<br />
-¡Anselmo!, exclamó ésta sollozando. ¡Perdóname el daño que sin querer te he<br />
hecho! ¡Siempre rogaré a Dios por ti! ¡Le pediré que te permita conducir a los pies del<br />
altar a una esposa digna de tus virtudes!...<br />
-¡No, dijo Anselmo moviendo tristemente la cabeza, el amor ha muerto para mí,<br />
como han cesado para el valle de los ecos de mi flauta!<br />
Y no pudiendo contener ya el ímpetu de su dolor, se levantó con presteza y huyó al<br />
través de los peñascos.<br />
¡Cumplió su palabra! ¡Nunca jamás las alegres cabritillas triscaron al compás de las<br />
tocatas deliciosas con que antes solía embelesarlas!<br />
Y pasaron los días y las semanas, pasaron unos tras otros los meses y los años, ya<br />
turbulentos, ya serenos, y sorprendieron a Clotilde, ofreciéndole una diadema de<br />
cabellos blancos, y Clotilde la aceptó sonriendo, apoyada en sus hijos y en sus nietos, y<br />
diciendo con su dulce voz impregnada de ternura: