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Pálida, con el cabello erizado y los ojos fijos, parecía el espectro de sí misma.<br />
Permaneció mucho tiempo inmóvil y silenciosa.<br />
Oyó como entre sueños levantarse a Guillermo y a todas las gentes de la casa, y sólo<br />
volvió en sí al oír el tañido de las campanas que convocaban los fieles a la iglesia.<br />
Entonces dio un grito y se cubrió el rostro con las manos.<br />
-¡Y es en la casa de Dios en donde debe cometerse el crimen!, exclamó desolada.<br />
A las ocho se envolvió en su manto, salió de su casa, entró en Orduña y se dirigió a la<br />
iglesia más cercana.<br />
La mañana estaba fría y nebulosa, y pocos fieles habían acudido al llamamiento de<br />
las campanas. Veíanse aquí y allá algunas mujeres arrodilladas en las capillas<br />
laterales o junto a los pilares. Algunos hombres estaban de pie y descubiertos a la<br />
entrada de la iglesia, o iban y venían como sombras de un lado al otro.<br />
Clotilde se arrodilló junto a un confesionario, aguardando el momento fatal.<br />
Zumbábanla los oídos, oscurecíase su vista, teniendo casi perdida la conciencia de sí<br />
misma.<br />
Aunque no veía ni oía nada de cuanto pasaba a su alrededor, había muchos ojos fijos<br />
en ella.<br />
Pocas veces iba al templo tan temprano, y mucho menos sola.<br />
Ya se sabe que la más pequeña alteración en los hábitos de una persona, da origen a<br />
millares de conjeturas en una ciudad reducida.<br />
Aumentó las generales cavilaciones, el ver que la hija mayor del escribano atravesaba<br />
la iglesia para ir a arrodillarse junto a doña Segismunda. Ya se sabía que cuando estas<br />
dos esclarecidas rivales en malignidad se juntaban, era porque había un grave escándalo<br />
en Orduña.<br />
Hallábanse ambas en una capillita dedicada a Jesús sacrificado. Una sola lámpara,<br />
suspendida sobre el altar, encima del cual descollaba una hermosa efigie del Redentor,<br />
alumbraba débilmente la capilla.<br />
Doña Segismunda fingía leer en su libro de oraciones; pero había visto de soslayo<br />
acercarse a Policarpa, y esperaba, llena de impaciencia, que le dirigiera la palabra.