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<strong>De</strong>dicábase además a tallar santos de madera y pintar imágenes, que era su pasión<br />
favorita, haciéndolo con tal primor, que se restableció la venta de estos objetos<br />
produciéndoles regulares beneficios.<br />
Entonces, ya pudo Juana aumentar el número de sus cabras y gallinas, comprar un<br />
cerdo, y una buchecilla, montada en la cual iba los sábados a Orduña a vender sus<br />
encajes y las hortalizas del huerto.<br />
Corría mientras tanto el tiempo, ya cubriendo de verde alfombra la campiña, ya<br />
envolviéndola en sus sábanas de hielo. Juana llegó a contar veinte primaveras y Miguel<br />
quince; pero a despecho de los años, había una notable diferencia en el aspecto de<br />
ambos.<br />
Juana, abrumada muy pronto por un ímprobo trabajo, agobiada por las angustias y las<br />
cavilaciones, lejos de crecer y desarrollarse, se había encorvado un poco y estaba tan<br />
pálida y tan delgada que parecía una niña; mientras Miguel era ya un robusto jovencillo<br />
y le apuntaba el bozo. Era alto y bien formado, de rostro expresivo y negra y rizada<br />
cabellera.<br />
Las muchachas de los alrededores empezaban a ponerse coloradas en su presencia, y<br />
a arreglarse sus tocas cuando sabían que iba a pasar por delante de sus casas. También<br />
mostraban más celo por llevar las flores de sus macetas a la Virgen, y más afán por<br />
comprar rosarios y estampitas.<br />
Juana se halló de repente con una porción de amigas; pero era tan cándida su<br />
inocencia, que nunca sospechó el objeto de aquellas visitas y aquellos agasajos; tampoco<br />
lo sospechaba Miguel; pero se encontraba muy a gusto departiendo con las chicas,<br />
dándoles fruta de los árboles, o regalándolas las flores más hermosas de su huerto.<br />
No podía haber nada que complaciese más a Juana que el ver divertido y alegre a su<br />
hijito, como ella le llamaba; pero sin saber por qué, aquellos juegos y aquella alegría<br />
hacían brotar de sus ojos lágrimas amargas, que ella procuraba rechazar al fondo de su<br />
corazón y reemplazarlas con una plácida sonrisa. A veces, sin saber por qué, hablaba con<br />
sequedad a Miguel y acogía con desvío a sus amigas.<br />
-¡Cuán mala soy!, pensaba entonces llena de vergüenza y de remordimientos. Tengo<br />
el peor de los defectos, la envidia! ¡Oh, yo rogaré con toda mi alma a la piadosa Virgen<br />
que me dé fuerzas para combatirla!<br />
Y mientras ella rezaba con fervor ante el altar de la Virgen, los juegos y la algazara<br />
crecían en torno de la choza, y los ojos de Miguel brillaban de gozo, y los suyos se<br />
inclinaban al suelo empañados por el llanto.