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Harto lo sabía la tía Ojazos, que si no conocía las letras tenía muy expedita la lengua<br />
para preguntar lo que ignoraba, pero revistiéndose de un aire de fingida candidez añadió<br />
al instante:<br />
-Pues bien, viene a ser lo mismo.<br />
Guillermo no pudo resistir más, sintió que un velo oscurecía su vista y que le iban<br />
faltando las fuerzas.<br />
Sin embargo, aún tuvo aliento para decir:<br />
-En fin, búsqueme usted la planta de clemátides, y usted Ruperto, vaya por el dinero<br />
cuando quiera, aunque no esté hecha la escritura.<br />
Y salió con ímpetu, cerrando tras sí la puerta.<br />
-Don Guillermo, don Guillermo, ¿a dónde va usted de ese modo?, gritó el viejecillo<br />
presentándose en el umbral del cobertizo con la capa y el sombrero.<br />
Guillermo se detuvo, se puso ambas cosas, y se alejó sin escuchar a Ruperto que<br />
decía:<br />
-¡No se vaya usted que arrecia la lluvia y se va usted a poner perdido!<br />
-¡Déjale!, murmuró la tía Ojazos a la espalda de su marido, ¿no ves qué mosca lleva?<br />
Si pudiesen ver los hombres lo que pasa en los dominios de Luzbel, la maligna vieja<br />
hubiera visto la batahola que movían los espíritus del mal para celebrar su victoria.<br />
Guillermo entretanto corría corno si tuviese alas en los pies, como si huyese delante<br />
de un enemigo terrible.<br />
¡Quería huir de su propio dolor que le iba persiguiendo!<br />
Pero no continuó por mucho tiempo su insensata carrera. <strong>De</strong> repente cayó al suelo,<br />
quedando tan inmóvil como si se hubiese muerto. Y así permaneció durante muchas<br />
horas, sin que el cierzo ni la lluvia le volviesen el sentimiento de sí mismo. Rayaba el<br />
alba cuando recobró el conocimiento, si recobrar el conocimiento era quedar sumido en<br />
un estupor profundo.<br />
Se levantó, y se sentó debajo de un árbol con la cabeza caída sobre el pecho y el<br />
rostro escondido entre las manos.