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206<br />
La Superiora no sabía qué hacer; no tenía valor para turbar aquel júbilo tan puro y tan<br />
legítimo.<br />
Por fin hizo un supremo esfuerzo, y murmuró con acento conmovido:<br />
-Clotilde, tu esposo te llama y te perdona; pero ¿no deberías tú llevar a cabo el<br />
sacrificio generoso que te habías impuesto a ti misma? ¿No deberías mostrarte digna de<br />
él, y conquistar tu puesto en el hogar doméstico por medio de algunos días de lágrimas y<br />
privaciones? ¿No quedarías de este modo purificada a sus ojos, purificada a los ojos de<br />
Dios, purificada a tus mismos ojos?<br />
Clotilde quedó inmóvil: una lívida palidez cubrió su semblante; cruzó las manos<br />
sobre el pecho y prorumpió en sollozos.<br />
-¡La vida es una batalla, hija mía!, exclamó dulcemente la Superiora estrechándola en<br />
sus brazos. ¡Dichoso del que tiene bastante fortaleza para conquistar las palmas<br />
eternales!...<br />
- XII -<br />
Un rayo de sol tras la tormenta<br />
Las hojas de los árboles se iban tornando amarillentas; se iban tornando en quejas los<br />
suspiros de las auras. Eran los últimos días de otoño: las tardes estaban todavía serenas,<br />
los campos verdes, las linfas de los arroyos transparentes. ¡Otoño de la naturaleza, otoño<br />
de la vida!¡Para quien ha llenado los trojes de rubio trigo y las bodegas de vino<br />
perfumado, para quien ha hecho acopio de santas y buenas obras, tienes un dulce y<br />
misterioso encanto que sobrepuja a las alegrías de la primavera, a la embriaguez<br />
bulliciosa del estío!<br />
Era la hora del crepúsculo: estaba próximo el momento de que humeasen las<br />
chimeneas, de que resonasen las campanas, de que chisporrotease la llama del hogar<br />
iluminando la alegre frugal cena.<br />
Las aves viajeras, dispuestas a partir para lejanos climas, llenaban todavía con sus<br />
trinos la floresta; pero ya a sus trinos melodiosos mezclábase el melancólico golpeteo de<br />
las hojas, que, desprendiéndose de los árboles, caían al suelo. Todavía los grillos,<br />
escondidos entre la yerba, dejaban oír su canto; pero las ramas graznaban en los infinitos<br />
charcos que, como espejos, esmaltaban la campiña.