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-Dios le bendiga a usted, señor, decía al mismo tiempo la tía Ojazos, Dios le bendiga<br />
a usted.<br />
Guillermo procuró sonreírse, retiró la mano, se levantó, se dirigió a la canasta y cogió<br />
un ramillete.<br />
-¡Qué flores tan hermosas!, dijo, respirando su aroma.<br />
-Si no fuera por estos pobres ramos, suspiró la tía Ojazos, la mitad de los días no<br />
comeríamos.<br />
¡Pero hay tan pocas personas de gusto en Orduña!<br />
Guillermo seguía examinando las flores.<br />
Era evidente que quería entablar una conversación espinosa y no sabía cómo hacerlo.<br />
La tía Ojazos adivinó lo que pasaba en su alma.<br />
Nunca hemos tenido ocasión de decir por qué la vieja ramilletera llevaba tan extraño<br />
apodo; pues se lo habían dado porque sus ojos, por pequeños, eran casi invisibles, y tan<br />
hundidos que desaparecían debajo de las cejas. Pero cuando la malignidad los animaba<br />
parecían agrandarse y entonces resplandecían con un fuego siniestro, como si fuesen dos<br />
tizones del infierno.<br />
Esto es lo que le sucedió en aquel momento, clavando en Guillermo sus miradas con<br />
una persistencia escrutadora-Éste se resolvió por fin a decir, afectando indiferencia:<br />
-A propósito, ¿le ha hecho a usted un encargo mi esposa?<br />
-¡No!, dijo la vieja, sin dejar de mirarle fijamente.<br />
-¡Qué distraída!, repuso Guillermo. ¡Ya me figuraba yo algo de eso! Como viene<br />
todos los días a hacer una novena a la ermita, le encargué que le dijese a usted que me<br />
buscara una planta de clemátides, a cualquier precio que fuese, porque es un obsequio<br />
que quiero hacer...<br />
-Pues sí, interrumpió la tía Ojazos, mirándole de hito en hito y acentuando cada una<br />
de sus palabras, viene todos los días, y todos los días ha estado sentada en ese banquillo<br />
que usted ocupaba antes.