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El Copo De Nieve Ángela Grassi

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77<br />

caso de que una dama ilustre, habitante de Madrid, en donde se nivelan y confunden<br />

todas las clases, hubiese venido a trastornar el orden y a reunirlas en un mismo punto.<br />

Capitaneaban los dos bandos, por una parte doña Segismunda mujer alta, corpulenta,<br />

que parecía más alta porque llevaba siempre la cabeza erguida como las torres de los<br />

palacios, que pretenden dominar a las míseras cabañas que los cercan. Su paso era lento,<br />

su andar mesurado; miraba siempre de frente como si se desdeñase de volver la cabeza a<br />

derecha e izquierda para ver a los que pasaban, y abría los ojos de un modo<br />

desmesurado, como si no hubiera nada en el mundo que pudiese hacerle inclinar la vista<br />

al suelo.<br />

En sus tiempos, porque no contaba menos de medio siglo, había sido hermosa pero<br />

no coqueta. <strong>El</strong> arte de agradar y atraer era incompatible con su orgullo, que pretendía<br />

hallar tan sólo esclavos que la acatasen de rodillas.<br />

<strong>De</strong> su hermosura no había quedado nada, pero su orgullo había permanecido<br />

incólume, corno los árboles gigantescos que se levantan altivos sobre un campo<br />

desolado.<br />

Vestía siempre de negro, pero en cambio se presentaba cubierta de joyas pesadas y<br />

macizas, tan venerables como ella. En sus conversaciones no hablaba más que de su<br />

elevada alcurnia y de sus invictos abuelos, que habían peleado contra los moros, o<br />

habían ido a la conquista de la Tierra Santa. Pretendía descender del rey Egica, y<br />

describía con admirable prolijidad las fiestas de la corte de los reyes Godos.<br />

No se había casado porque, según decía, no había halla-do otro noble tan noble como<br />

ella. <strong>De</strong>spreciaba los títulos porque eran debidos, según decía también, al favoritismo,<br />

mientras que los sencillos escudos de armas, como el que ella ostentaba en el portalón de<br />

su casa, habían sido ganados en buena ley con la punta de la espada. A pesar de su<br />

severa majestad, algo se había murmurado de ella a tuertas o a derechas, que en una<br />

ciudad pequeña corno Orduña, todo se observa, se cuenta y se zahiere.<br />

Por esta misma razón había declarado guerra a muerte a las reputaciones intachables,<br />

y no había nada que la irritase tanto como el oír alabar delante de ella a una mujer<br />

virtuosa. También había declarado guerra a muerte a las personas que pasaban por ricas,<br />

porque sus abuelos, con haber atesorado tanta nobleza, se habían olvidado de llenar sus<br />

arcas, y la ilustre matrona se veía obligada a vivir más que con estrechez, con miseria, en<br />

su casa solariega, desmantelada y sombría, pero con puertas claveteadas de hierro, y<br />

airosas torrecillas, que se subían a predicar a las nubes, para pregonar desde allí las<br />

excelencias de sus dueños.

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