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Aquellas imprudentes palabras le habían hecho creer que sus galanterías habían<br />
hallado un eco en el alma de la joven, y trémulo, delirante, exclamó, juntando las manos<br />
sobre el pecho:<br />
-¡Ah Clotilde! ¡Con toda mi sangre pagaría el derecho de enjugar esas lágrimas que<br />
brillan en sus mejillas!<br />
Miguel era sincero en aquel instante.<br />
Clotilde, de alma pura, cándida, inocente, que ignoraba las artes de la coquetería, que<br />
no había querido, en manera alguna, provocar una declaración, quedó suspensa,<br />
ruborosa, asustada de sí misma y de aquel amor apasionado que se ofrecía de repente a<br />
sus miradas.<br />
Bajó los ojos, calló, apoyándose en la baranda, pálida y convulsa.<br />
Entonces, Miguel, cobrando ánimo con su confusión, con su silencio, le dijo cosas<br />
sublimes que brotaban de su corazón a sus labios, y que, como todo lo que brota del<br />
corazón, tenían una magia irresistible.<br />
Clotilde experimentó el choque eléctrico de aquellas ardorosas sensaciones; sintió<br />
correr por sus venas parte del fuego que corría por las venas de Miguel, el amor<br />
desordenado y poético de sus libros se ofreció a su enferma imaginación avasallándola;<br />
creyó estar en su derecho, compartiendo aquel amor ideal que ofrecía un bálsamo<br />
dulcísimo a sus penas.<br />
Más de una hora permaneció allí escuchando las palabras elocuentes del joven, que<br />
resonaban en su corazón como una música deliciosa.<br />
Durante aquel coloquio, los ángeles no tuvieron por qué cubrir su faz con sus blancas<br />
alas; pero al volver a entrar en el salón, cuando ya las luces se apagaban y los ecos de la<br />
música se extinguían, las hijas del escribano y doña Segismunda pudieron ver que en el<br />
ojal del frac de Miguel se ostentaba una purpúrea rosa arrancada del ramo de Clotilde.<br />
- IV -<br />
Lo que puede pesar un capullo de rosa en la balanza de la vida<br />
La mujer es el Atlante sobre cuyos flacos hombros descansa el edificio de la familia; un