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-¡Sé feliz!, murmuró la joven.<br />
Turco puso sus dos manos sobre la rueda.<br />
-¿Tú también?, exclamó Juana con explosión dolorosa.<br />
<strong>El</strong> perro volvió hacia ella sus ojos empañados por las lágrimas, los fijó en Miguel, y<br />
por último retrocedió, dando un lúgubre aullido, y yendo a colocarse con la cola entre<br />
piernas al lado de Juana.<br />
Por fortuna el conductor, comprendiendo que era preciso poner término a aquella<br />
desgarradora escena, sacudió el látigo, y obligó a las mulas a que emprendieran una<br />
carrera más rápida que la acostumbrada.<br />
Juana estuvo viendo alejarse la pesada mole y desaparecer a lo lejos como un punto<br />
negro.<br />
Cuando hubo desaparecido del todo soltó un grito de supremo dolor y cayó<br />
desplomada al suelo.<br />
Volvió en sí tras largo rato, reanimada por las caricias del pobre Turco, que daba<br />
vueltas en torno de ella, aullando tristemente.<br />
Entonces se puso de pie, alzó los ojos al cielo y, ya fuerte y resignada, tomó de nuevo<br />
el camino que antes había recorrido con Miguel.<br />
Lo recorrió sola, besando las ramas que él había tocado al pasar, la piedra en que<br />
había estado sentado.<br />
Entonces resonaron entre el follaje los sonidos melancólicos de una flauta. Era un<br />
himno de dolor lleno de preces, quejas y sollozos.<br />
Concordaba perfectamente con el estado del alma de la pobre Juana, quien no pudo<br />
menos de enviar una sonrisa de gratitud al oculto músico, que tan bien comprendía y<br />
compartía sus penas.<br />
Hasta los mismos umbrales de su cabaña la acompañaron los ecos mágicos. Al llegar<br />
allí expiraron en un prolongado gemido.<br />
Juana se detuvo y se apoyó en el tronco de un árbol que sombreaba la puerta.