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para alquilarlo a cuantos forasteros iban a establecerse en Orduña, porque a pesar de su<br />
ejemplo ningún vecino de la antigua ciudad se hubiera decidido a imitarle.<br />
Uno de aquellos forasteros había sido el escribano don Lupercio Mangarrota que,<br />
natural de La Mancha, había comprado en Orduña una antigua escribanía, y ciertamente<br />
que ninguno mejor que él podía ocupar la casa de los duendes, como se la llamaba<br />
comúnmente.<br />
<strong>El</strong> escribano parecía un verdadero duende cuando por la noche se le veía pasar a lo<br />
largo de las ventanas con su gorro negro, terminado en punta, y su velón de hoja de lata<br />
en la mano.<br />
Era un hombrecillo seco, con las piernas torcidas, nariz de gavilán y ojos de<br />
mochuelo.<br />
Tan bajo como era de estatura, tan largas eran sus manos descarnadas y con uñas<br />
descomunales, semejantes a las garras de un ave de rapiña.<br />
Aquélla parecía una familia de enanos. Como hemos dicho, sus tres hijas, tan<br />
diminutas como él, eran su verdadera efigie, y la naturaleza no las había hecho gracia ni<br />
de su nariz corva, ni de sus ojos inflamados, ni de sus manos largas.<br />
Andaban como sapos, y tenían una voz tan bronca, amén de lo desagradable, que<br />
parecía salir de una bodega.<br />
Tan ruin como el cuerpo era el espíritu.<br />
Medían a los demás por su propia malévola bajeza, y así como la bolsa de los clientes<br />
no se escapaba de las manos de don Lupercio sin quedar hecha jirones, así no se<br />
escapaba la honra de nadie sin quedar hecha jirones de las lenguas despiadadas de sus<br />
hijas. No necesitaban tener un interés cualquiera para deprimir y calumniar, no quitaban<br />
los pretendientes a las otras mujeres por quererlos para sí, porque sabían que esto era<br />
imposible, pero como otras gozan con el espectáculo de lo bello y de lo bueno, ellas<br />
gozaban ante el cuadro de las lágrimas ajenas y las ajenas desventuras. Obedecían a un<br />
ciego instinto, al cual se entregaban con placer como la fiera de los bosques o el ave de<br />
rapiña.<br />
Guardando armonía con la vetustez de las paredes, en aquella casa todo era antiguo:<br />
los muebles, los trajes y las caras.<br />
Ciñéndonos a la casa diremos que por delante tenía un inmenso patio en el cual crecía<br />
con abundancia la hierba en medio de los pedruscos puntiagudos y desiguales; por atrás