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-¡Dios nunca rechaza a un corazón contrito!, dijo dulcemente el sacerdote, sentándose<br />
a la cabecera de su cama.<br />
En la sala vecina reinaba el mayor silencio. Los parientes se parecían a aquellos<br />
personajes encantados de los cuentos: todos permanecían en la misma actitud en que los<br />
había sorprendido la desaparición del sacerdote. Su vida había quedado en suspenso,<br />
reconcentrándose en sus oídos, y sólo se oían las tumultuosas palpitaciones de sus<br />
anhelantes corazones.<br />
En el estrado dormitaban ya los amigos íntimos, los asiduos comensales, y sólo se<br />
cambiaban algunas palabras entre lánguidos bostezos.<br />
La conversación se había agotado.<br />
-¡Qué largas van siendo las noches!, decía el uno.<br />
-Ya se va sintiendo el frío, decía el otro.<br />
Entró Miguel, y su presencia galvanizó por un momento a los circundantes.<br />
Miguel venía del baile de la Embajada.<br />
Había abandonado el baile para velar a su protectora: no se podía dar mayor<br />
abnegación.<br />
Sentóse entre dos damas y preguntó por la Marquesa.<br />
Repitiéronle todo lo que se había dicho y comentado durante la noche acerca de la<br />
enferma y la enfermedad, y cumplido aquel deber social se pasó a otro asunto.<br />
-¿Ha estado bien el baile?, preguntó una de las dos damas a Miguel.<br />
-¡Magnífico!, dijo éste.<br />
-¿Mucha gente conocida?<br />
-Lo mejor de Madrid.<br />
-¿Y la Embajadora?<br />
-¡Divina! Traje de gasa azul con estrellitas de plata; diadema de perlas en la cabeza.<br />
-Nadie como usted para dar razón del atavío de las damas.