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-<strong>El</strong> que hace bien a sus amigos, exclamó el anciano, cumple un deber sagrado, el que<br />
hace bien a sus enemigos complace doblemente a Dios. Añade algo a las hijas del<br />
escribano, y Dios triplicará nuestra recolección, y multiplicará nuestras vides, como lo<br />
ha hecho hasta ahora.<br />
Entre tanto recemos por el alma del difunto.<br />
Y juntos entonaron una fervorosa plegaria, y los ecos se fueron extinguiendo, y la<br />
noche sobrevino poética y serena.<br />
<strong>De</strong> repente se abrió la puerta del comedor, dando paso a un hombre: era Miguel.<br />
Clotilde y Guillermo se sonrieron con aire de inteligencia al verle. Parecían saber que<br />
estaba allí, y que le estuvieran aguardando; pero Juana soltó un grito de sorpresa, y se<br />
puso toda trémula.<br />
Miguel también había cambiado mucho: su belleza era más varonil; su aspecto tenía<br />
la gravedad que comunican al hombre los años y el estudio.<br />
Venía vestido de viaje, y traía en la mano una caja blanca con letras doradas en el<br />
centro.<br />
Dirigióse hacia Juana con paso trémulo y ademán conmovido.<br />
-¡Heme aquí!, le dijo. ¡Heme aquí! En la noche de nuestra postrera despedida, tus<br />
labios murmuraron quizás, y esta dulce palabra ha resonado siempre en mis oídos para<br />
alentarme y fortalecerme en la espinosa senda que emprendía. Quizás, me decía a mí<br />
mismo, quizás, y seguía adelante con incansable afán, con constancia nunca desmentida.<br />
He estudiado mucho: he trabajado mucho; no quería volver a ti hasta haber conquistado<br />
un nombre ilustre, hasta que pudiese ofrecer a tus plantas una corona de laurel. ¡Dios ha<br />
bendecido mi trabajo!<br />
Mi estatua de la Resignación Cristiana, cuyo rostro expresaba tu dulzura inefable y<br />
encantadora, ha sido premiada en la Exposición de París con una medalla de oro: mis<br />
compatriotas, en albricias, me han regalado una corona de laurel...<br />
Abrió la caja y sacó la corona imperecedera, precioso galardón de su perseverancia y<br />
su talento.<br />
-¡Heme aquí, Juana, heme aquí!, repitió con voz alterada y apenas inteligible. ¡Oh, tú,<br />
a quien todo lo debo, honradez, gloria, fortuna! ¿Podré deberte también la dicha de mi<br />
alma? ¿Podré llamarte la madre de mis hijos?