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<strong>El</strong> cuerpo creado para fecundar la tierra iba a cumplir su fin y a hacer germinar las<br />
flores; sus espíritus vitales iban a confundirse con el aire, con la luz, que vivifican la<br />
atmósfera.<br />
Había vivido, había gozado, iba a morir; su destino se había cumplido; su misión se<br />
había llevado a cabo.<br />
¿Qué era, pues, lo que se retorcía dentro de su pecho causándola tormentos<br />
indecibles? ¿Qué era lo que gemía en el fondo de su corazón, llenándola de pavor y de<br />
amargura?<br />
Lo que se agitaba dentro de su pecho, lo que gemía en el fondo de su corazón, era su<br />
conciencia.<br />
La conciencia la pedía estrecha cuenta de los días perdidos en fútiles devaneos, de las<br />
palabras pérfidas u ociosas que habían pronunciado sus labios, de sus torpes o bajas<br />
acciones.<br />
¿Y por qué la arguía la conciencia, si había hecho durante su vida lo que hacen los<br />
pájaros y las flores, los brutos y los insectos? ¡Buscar el placer y saturarse de placeres!<br />
¿Qué la pedía aquella implacable censora de sus obras, cuya voz nunca había sido tan<br />
imperiosa y severa como en aquel instante?<br />
¿Era que su conciencia tenía a su vez que rendir estrecha cuenta de sus actos a un<br />
supremo poder oculto a sus miradas? ¿Era que su alma se diferenciaba de la vitalidad del<br />
universo, y estaba destinada a perpetuarse en otras esferas más sublimes?<br />
La Marquesa, a medida que sentía desquiciarse su cárcel mortal, veía surgir<br />
paulatinamente de sí misma, con indecible espanto, un nuevo ser ansioso de tender su<br />
vuelo a los espacios azulados. ¡Mil veces había sospechado su existencia; mil veces<br />
había creído oír su voz, pero habían oscurecido su vista las pompas del mundo, habían<br />
ensordecido sus oídos las irónicas risas de los sabios! ¡Y he aquí que en aquel supremo<br />
instante le veía aparecer clara y distintamente delante de sus ojos, le veía triste y<br />
acongojado, llorando por la hermosa patria, de la cual quizás estaría desterrado para<br />
siempre!<br />
En la alcoba de la Marquesa velaban un hombre y una mujer: un sobrino y una<br />
sobrina, pertenecientes ambos a distintas familias.<br />
La sobrina tenía mejor derecho a la herencia de la moribunda, porque el grado de<br />
parentesco que le unía a ella era más cercano.