Potosí, mediodía del domingo 25 de noviembre, 1810:

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--Uno, dos, tres –contó y el tajo le partió la traquea, quebrándole las vértebras,
mientras vertía su rojo contenido que se deslizó hacia la fogata. Imas gozaba, los ojos
abiertos con satisfacción. Dos de sus hombres hicieron lo mismo con el resto de los
guardias. Luego todos se pusieron a comer los salames.
--o--
Ya en la celda donde falleciera el padre Aldana, el zambo Francisco, que no
tenía ganas de dormir, se cubrió con un grueso capote y salió a vagar por los alrededores
del convento. El clima de La Paz era muy especial, sobre todo en invierno. Se frotó las
manos enguantadas hasta entrar en calor. En su mente persistía la imagen de Eudolinda.
¿Dónde estaría en ese instante? ¿Se acordaría de los versos que solía leerle? A esa hora,
la luna de invierno se veía más pequeña y lejana, haciendo más espesas las sombras,
donde parpadeaban las bujías de las calles. “Eudolinda, piensa en mí”, musitó.
“El amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente,
despiden larga vena
los ojos hecho fuente,
la lengua dice al fin con voz doliente:
“Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura,
mi alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?”
Página 139 de 295 La Saga del Esclavo – Adolfo Cáceres Romero