Potosí, mediodía del domingo 25 de noviembre, 1810:

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todo para aquellos soldados que, con sus pertrechos y municiones --como si fueran a
entrar en batalla--, estarán dispuestos a disparar contra los sentenciados.
El padre Aldana besó su crucifijo y se acercó a los tres hombres que en ese
momento eran maniatados. Afuera, en la plaza, los artilleros con los palos encendidos
junto a los cañones, daban voces a la gente con el propósito de que se retirara del lugar.
A un extremo, cerca de los banquillos, se levantaban los patíbulos, con sus cuerdas
deshebradas.
“¡Apunten!”, pronto la orden rompería el día más allá de ese instante; ahí, en ese
lugar parcialmente visible, expuesto al mundo, a la historia, pero que los habitantes de
la villa de Potosí no podrán ver. “¡Apunten!”, en las mentes, con los soldados
acomodados desde el extremo de abajo --en el cementerio, junto al templo de La Matriz
que era reconstruido, y el puesto de la ermita antigua, a la distancia de seis varas--, hasta
el punto fijo donde estará la Parca aguardando, afilada la guadaña, sentada en el lugar
marcado con los tres fatídicos banquillos, para celebrar el óbito de las otrora veneradas
autoridades que, como el caso de su Gobernador Intendente, Francisco de Paula Sanz
(que por el lapso de 22 años habían respetado los potosinos). Autoridades que
indudablemente también fueron temidas, según las circunstancias, razón por la que los
porteños tomaron precauciones minuciosas y rígidas, por cuanto no sólo prohibieron el
asomo de los vecinos a sus ventanas, sino que pusieron centinelas avanzados desde la
puerta y la esquina de la Merced; lo mismo hicieron con la puerta de Belén y de la plaza
Mayor a la plazuela del Rayo y de las Gallinas, al igual que en el círculo de la Moneda.
Para ser tropas amigas eran demasiado beligerantes, con soldados ubicados inclusive en
los balcones, tiendas y ventanas aledañas al sitio de ejecución. No dejaban asomar a
Página 49 de 295 La Saga del Esclavo – Adolfo Cáceres Romero