LAS VARIEDADES DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA
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Las horas de la noche huían sin que me diera cuenta. Seguía ansiosamente mis pensamientos que, paso<br />
a paso, bajaban hasta los fundamentos de mi conciencia, y esparciendo una a una todas mis ilusiones,<br />
que hasta aquel momento habían dificultado mi visión, las hacían cada vez más visibles.<br />
“En vano me aferraba a estas últimas creencias como un náufrago se aferra a los restos de su<br />
nave. En vano, despavorido por el vació desconocido donde estaba a punto de caer, recordé la infancia,<br />
la familia, mi país, todo aparecía claro y era sagrado para mí; el discurrir inflexible de mi pensamiento<br />
era demasiado fuerte; padres, familia, recuerdos, creencias, me esforzaba por abandonarlo todo. La<br />
investigación continuó de manera tanto más obstinada y severa en la medida en que llegaba a término,<br />
y no paró hasta que alcanzó el final. Entonces supe que no quedaba nada en pie en el fondo de mi<br />
mente. Este momento fue terrible; cuando hacia la mañana me levanté de la cama exhausto, me pareció<br />
sentir mi vida primera, sonriente y plena, que se apagaba como un fuego nuevo y que delante de mí se<br />
abría una nueva vida, donde en el futuro habría de vivir solo, solo con el pensamiento fatal que me<br />
había confinado allí y que estuve tentado de maldecir. Los días siguientes a este descubrimiento fueron<br />
los más tristes de mi vida”. 8<br />
8 Th. JOUFFROY: Nouveaux Mélanges philosophiques, 2a. de., p. 83. Añado dos casos de contraversión producidos en un<br />
cierto momento. El primero de la colección de manuscritos del profesor Starbuck y en el que el narrador es una mujer:<br />
“En lo profundo de mi corazón creo que siempre he sido más o menos escéptica con respecto a “Dios”. El<br />
escepticismo creció como una corriente subterránea durante toda mi juventud, pero estaba controlado y cubierto por los<br />
elementos emocionales de mi educación religiosa. Cuando tenía siete años entré en la iglesia y me preguntaron si amaba a<br />
Dios. Contesté “Sí”, tal como era la costumbre y se esperaba. Pero al momento, alguna cosa habló de mí y dijo “No, no lo<br />
digas”. Durante mucho tiempo me persiguió la vergüenza y el remordimiento por mi falsedad y por mi flaqueza al no amar<br />
a Dios, confundido por el miedo de que hubiese un Dios vengador que me castigara de alguna manera terrible... A los<br />
diecinueve años tuve un ataque de amigdalitis. Antes de recuperarme, escuché la historia de un bruto que lanzó a su mujer a<br />
patadas por la escalera, y continuó golpeándole hasta que ella se insensibilizó. Sentí el horror con intensidad.<br />
Instantáneamente, pasó este pensamiento por mi cabeza: “No necesito un Dios que permite estas cosas”. Después de esta<br />
experiencia pasaron unos meses de indiferencia estoica hacia el Dios de mi vida anterior, mezclada con sentimientos un<br />
punto orgullosos de clara aversión y menosprecio hacia él. Todavía pensaba que debía existir un Dios. Si lo había,<br />
seguramente me condenaría, pero lo soportaría... Tenía poco miedo y ningún deseo de conciliarme con Él. Nunca tuve<br />
relaciones personales desde aquella experiencia dolorosa”.<br />
El segundo caso ejemplifica cómo un estímulo adicional, por pequeño que sea, abocará la mente a un nuevo estado<br />
de equilibrio cuando el proceso de preparación e incubación está fuertemente avanzado. Es como la última paja que se<br />
añade a la carga del camello (del proverbio) o aquel toque con la aguja que hace que la sal de un fluido sobresaturado<br />
comience súbitamente a cristalizar.<br />
Tolstoi escribe: “S., un hombre franco e inteligente, me contó lo siguiente acerca de cómo dejó de creer: Tenía<br />
veintiséis años cuando, un día, durante una cacería y a la hora de ir a dormir se puso a rezar como hacía siempre desde la<br />
infancia.<br />
“Su hermano, que le acompañaba, se tendió sobre el heno, mirándolo. Cuando S. acabó de rezar y se preparaba<br />
para dormir, el hermano dijo: “¿Todavía lo haces?” No dijeron nada más. Pero a partir de aquel día, hace ahora treinta años,<br />
S. no volvió a rezar; no tomó la comunión ni fue nunca a misa. Todo esto no fue debido al hecho de que conociera las<br />
convicciones de su hermano y las adoptara allí y en aquel momento; tampoco tomó ninguna decisión nueva, sino que<br />
simplemente las palabras de su hermano fueron como el pequeño empujón de un dedo contra una pared que está a punto de<br />
caer por su propio peso. Estas palabras sólo le mostraron que el lugar ocupado por la religión hacía tiempo que estaba vacío<br />
y que cuando rezaba las palabras constituían acciones sin ningún sentido interno. Una vez visto el absurdo del hecho nunca<br />
más las repitió”. Ma Confession, p. 8.<br />
Adjunto otro documento que llegó a mis manos y representa de la manera más vivida lo que probablemente<br />
constituye un tipo de conversión muy frecuente, si podemos llamar así lo contrario de “enamorarse”, el “desenamorarse”. A<br />
menudo, enamorarse también produce este proceso, un proceso latente de prepararse inconscientemente al que con<br />
frecuencia precede un desvelamiento del hecho de que el mal se origina de forma irreparable. El tono despreocupado y fácil<br />
en esta narración le da una sinceridad que habla por sí sola.<br />
“Durante dos años pasé por una experiencia muy dura, que casi me volvió loco. Me enamoré apasionadamente de<br />
una chica que, siendo todavía joven, poseéis un espíritu de coquetería parecido al de un gato. Cuando lo pienso ahora la<br />
odio, y me pregunto cómo pude caer tan bajo para estar afectado por sus atractivos. Así pues, sufrí una fiebre verdadera,<br />
sólo podía pensar en ella; siempre que estaba solo pensaba en sus atractivos y pasaba todo el tiempo de trabajo recordando<br />
las veces que nos habíamos visto, e imaginando conversaciones futuras. Era guapa, simpática y alegre hasta el máximo y<br />
estaba muy contenta de mi admiración. No quería darme un sí o un no y lo más extraño era que durante todo el tiempo que<br />
estuve persiguiendo su mano sabía que no era una esposa para mí y que nunca diría que me aceptaba. A pesar de que<br />
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