Descargar libro - Manuel Requena
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fuente era sobrada para los dos hermanos, sus casas y sus huertos. Ellos mantenían limpia la<br />
cimbra de captación del agua de casi cien metros bajo tierra, y a la salida les obsequiaba con<br />
aquella frescura revestida de juncos, y perfumada de salvia, de hinojo y hierbabuena.<br />
La casa de Jairo, le criticaba su hermano Efraín, parecía más una sinagoga que una casa de<br />
familia, no solo por la piedra de los gruesos muros, sino por su distribución en salas grandes,<br />
que la hacían fresca en verano y cálida en el invierno. Lo mejor que tenía la casa, además del<br />
jardín de la entrada por el que había que atravesar más de cincuenta metros hasta llegar a los<br />
arcos del porche, era la terraza construida sobre el mismo porche con la baranda que prescribía<br />
el <strong>libro</strong> del Deuteronomio: “Cuando construyas una casa, pondrás una baranda alrededor de la<br />
azotea. Así tu casa no será responsable de sangre si alguien se cae de ella". (Dt. 22,8)<br />
Desde su altura se divisaba la totalidad de aquel mar interior de Kinneret, sus pueblos y aldeas<br />
ribereñas. En las noches claras de la luna llena, cuando se perdían las estrellas, podían verse las<br />
barcas de los pescadores faenando en el lago, y hasta oírse sus voces de cólera o de alegría. Si<br />
uno aguzaba el oído, hasta el chapoteo de los remos llegaba a la terraza. Por sus gritos de<br />
alegría o desencanto, Jairo sabía cuando habría pescado a la mañana en la playa, y solo tenía<br />
que mandar a por una de las mejores partes de la pesca que siempre le tenía preparada María la<br />
suegra de Simón, luego llamado Pedro, o el propio Zebedeo.<br />
La terraza, como la fachada de la casa, estaba orientada hacia el tempo de Jerusalén, y era una<br />
pista de despegue para el alma piadosa de Jairo, cuando en las mañanas y en las tardes, al<br />
mediodía y en la noche, puesto en pie sobre ella y alzados los brazos a lo alto, oraba al Dios<br />
Yahvé, el dueño de su vida que moraba en el templo de Jerusalén, y también en el cielo<br />
estrellado de las noches galileas, que se ponía azul brillantísimo, descompuesto en malvas y<br />
grises, sobre los rojos amaneceres y los atardeceres de Cafarnaúm. Aunque muy prudente en<br />
sus cosas íntimas y en sus momentos de oración auténtica, era un espectáculo impresionante,<br />
ver aquella figura de más de cuatro codos de alto, con sus brazos levantados en cruz, con los<br />
ojos cerrados pero mirando al cielo, y recitando lentamente salmos. No era ostentoso, pues solo<br />
eran testigos cercanos sus parientes y criados, pero desde el lago podía verse su gesto como<br />
vemos nosotros esas estatuas nuestras del Sagrado Corazón, que adornan la cumbre más<br />
cercana de nuestros pueblos y ciudades. Cuando se hablaba con él, su cara, sus ojos hundidos y<br />
brillantes, su voz autoritaria de bajo, pero dulce en extremo, denotaban que su vida interior y su<br />
contacto con Dios eran auténticos, no para impresionar.<br />
Pensaba Jairo que su casa era la más cercana al cielo de toda la comarca, y que Dios había<br />
puesto sus ojos en ella para bendecirla. ¡No sabía el buen escriba cuanta razón tenía su<br />
premonición! Ni tampoco el sufrimiento que le iba a costar a su alma aquella verdad.<br />
* * *<br />
Cuando llegó por fin la fecha de su boda, Jairo era el hombre más piadoso y feliz de toda la<br />
estirpe de Israel. “El Señor es bueno, su misericordia es eterna” repetía en su barakka, como<br />
oración constante.<br />
Su felicidad quedó herida, cuando se tuvo que casar sin su hermano. Hacía ya trece años y lo<br />
recordaba como si fuera ayer. Berniké, la que iba a ser su cuñada, muy buena amiga por<br />
entonces de su esposa María, y que había mediado en su propio compromiso, solo unos días<br />
antes de la boda había decidido esperar y no casarse. Fue un escándalo en el pueblo, porque las